viernes, 8 de febrero de 2008

LA OTRA ORILLA

"Me llamo Naím. Tengo quince años. Cuando el sol de este día se bañe en el mar, subiré a esa barca de ahí y me haré un hueco entre los otros. Al patrón le acabo de dar todos mis ahorros y también los ahorros de mi hermana y los de mis tres hermanos. Aquí se quedan ellos para proteger la vejez de papá y mamá, se quedan mis amigos de siempre, se quedan los espacios y colores y músicas que llenaron de luz mi ya olvidada infancia. No sé lo que me aguarda al otro lado de esas aguas que parecen tranquilas, pero sí que allá no puede haber más infiernos que los que aquí he conocido. Mi familia confía en mí y no los voy a defraudar. Ellos rezarán juntos para que yo prospere. Ahora mi objetivo es alcanzar la otra orilla. Salimos en unas horas. No sé nadar".
Ocupar el sitio del otro, ponerse en su lugar o al menos intentarlo, es, en todos los órdenes de la vida, una lección inigualable, un ejercicio de humildad -o lo que quiere ser lo mismo, de grandeza humana- merced al cual a menudo recobramos el tamaño exacto de nuestros prejuicios e ignorancias. Quizás por eso, desde hace una década, todos los cursos les dicto invariablemente a mis alumnos un párrafo introductorio muy similar al que entrecomillé arriba, y luego añado la consigna única de que cada cual continúe su historia hasta completar con sus palabras un par de folios. Si se admite que la lectura de cada libro modifica venturosamente nuestra percepción de las cosas, creo que no será arriesgado conceder que también la escritura lo consigue, pues mientras nos ejercitamos en la suprema libertad de hallar un lenguaje que diga y nos diga, estamos asumiendo e interpretando acciones y personalidades que acaso nunca nos hubieran pertenecido de otro modo. Doy fe de que el común de mis alumnos emerge de esta experiencia con una mirada que ya no es la de antes, sino mucho más honesta y más prudente, en ocasiones con un resorte de emotividad palpable, porque esa mirada ya se asemeja a la mirada de cualquier Naím de quince años que deambula asustado por una calle turbia de una ciudad ajena, porque esa mirada ya es cómplice de la mirada adulta de cualquier Naím de quince años que no supo mover sus brazos y sus piernas cuando las manos del patrón lo arrojaron al agua, a sólo doscientos metros de la otra orilla.

3 comentarios:

carmen dijo...

En el día de hoy en el que un preboste de la política acusa a los extranjeros que vienen a colapsar nuestro sistema de salud, quiero rendir homenaje a Esmeh que llegó de África con lo puesto, huyendo de un matrimonio de conveniencia para convertirse en el ángel de la guarda de mi abuela en los últimos meses de su vida.
La viejecica le enseñó a hablar español y a mantener la mirada alta y ella la cuidó como si fuese su propia nieta hasta su último suspiro. Que Alá la bendiga.

Miguel Ángel Orfeo dijo...

Tras leer "La otra orilla", me vienen a la mente dos palabros que solía recalcar un profesor que tuve: "reviviscencia por intropatía", eso era lo que teníamos que practicar para entender en profundidad al diferente, pero no nos ofrecía un método claro para llevarla a cabo. Entiendo que la literatura, aplicada a este fin, puede llegar a ser un método inmejorable por lo que muy bien dices, porque a traves de ella es posible asumir, interpretar acciones y personalidades. Ahora más que nunca, Pedro, resulta imprescindible ese ejercicio que propones a tus alumnos. Desgraciadamente, muchos de sus padres, sus abuelos, gustan de mirar en la alambrada la unánime zanja donde trabaja, de sol a sol, el Naím que logró sobrevivir, y me consta que buena parte de ellos se pone en su lugar, sí, pero para sentirse más en la comparación. Ojalá que sus hijos, sus nietos, gracias a profesores como tú, puedan llegar a tiempo de educarlos antes de que el negocio del ladrillo caiga definitivamente y los prebostes (te tomo prestada la palabra, Carmen) les quieran hacer ver que los esclavos sobran. Desde este Lavapiés en el que vivo, ya lo veo venir.
Me sumo al homenaje a Esmeh y os envío un abrazo.

Pedro López Martínez dijo...

Naím, Carmen, Orfeo, Esmeh... Los cuatro sabéis que no corren tiempos propicios, que no cualquiera es capaz de ponerse en el lugar del otro, que en la Alemania de los años treinta hubo millones de personas que, sin mala fe, miraron para otro lado.
Me apetece, a propósito, transcribir aquí un texto inédito del malogrado Jorge Martínez de Paco:
"Primero ponte en el lugar del otro, ése que mira a la cámara tiritando su hipotermia. Entonces te avergonzarás de la sinrazón de tus razones, muy propias del blanco occidental burgués que hoy eres, y que diserta sobre el proceso migratorio ilegal con una convicción escandalizada, apocalíptica, no exenta de frivolidades y de repugnancias de clase, mas sin una sola idea que resulte integradora y noble y sensata -¿tan sólo humana?- como solución posible. ¿Que no puedes ponerte en el lugar del otro? Ni puedes, ni quieres, ni lo mereces".