martes, 25 de marzo de 2008

LUNA DE MIEL EN TAHITÍ

La travesía se agotaba frente a una isla de apariencia virgen que él creyó reconocer, pero cuyo nombre se le resistía perezoso en la punta de la lengua. Dos bellezonas mulatas y rollizas, plagiadas de una lejana tela de Gauguin, se adentraban varios metros hasta la balsa y le ofrecían sus manos, una a cada lado del ingenio de troncos, invitándolo a saltar al agua que les chapoteaba con su sal alrededor de los muslos. El tacto de las muchachas era cálido, y displicente la expresión respectiva de sus rostros. Sintió él que remontaba el curso de muchos lustros y galaxias para reingresar en una época que tampoco sabría precisar en dígitos comunes. Entonces todo se le hace presente: se afianza en la memoria la casa de su niñez y torna a palpitar su pecho con la visión, en la pared de aquella sala de techos altos, de una lámina de Gauguin en que retozan dos muchachas anónimas que ahora lo guían por una senda de sierpe junto al acantilado. Le puede el vértigo, un vértigo agazapado más abajo del abdomen, nunca sabrá si debido al desnivel del acantilado o a la retrospectiva de la casa de techos altos donde lo nacieron. De pronto se dibujan unas chozas en torno a una especie de plaza central que los tres -las chicas y él mismo- atraviesan saludando a la docena de sonrisas sin dientes de la docena de ancianos que se apartan a su paso. La cortina de cañizo se abre ante ellos y las dos presencias femeninas sueltan sus manos para que el protagonista sea absorbido de inmediato, inopinado huésped de un paraíso de tiniebla. Adrián nota cómo su verga, desgajada de sí, se endereza y endurece hasta alcanzar una rigidez que no parece de este mundo, que no es de este mundo, mientras los labios experimentados de dieciséis doncellas del lugar se la disputan como en la más audaz de todas sus fantasías, ante la mirada cómplice del patriarca o jefe de la tribu. La aplicación de lenguas sucesivas sorbiendo a lametones lo obliga a retorcerse en el lecho, su voluntad no aguanta la saliva de caricia certera, el seco espasmo cuyo látigo de esperma se desborda con su regocijo de aspersores en un parque prohibido. Lentamente Adrián ha separado los párpados, ha renegociado el espacio cercano del cuarto y de la cama en que yace, ha tasado por debajo del abdomen la eficiencia blanda de esa única cabellera que se vuelca sobre su sexo satisfecho y que poco a poco se incorpora junto a los rasgos inequívocos para mostrar en la penumbra las comisuras blancas, los dientes feroces relamiéndose aún, las pupilas hechizadas frente al escenario enervado del deseo.

3 comentarios:

Pedro López Martínez dijo...

Fe de erratas.- Al comienzo de la última frase, donde dice "he renegociado" (primera persona) debe decir "ha renegociado" (tercera persona), lapsus de una "e" por una "a" (o viceversa) que sabréis perdonarme.
Mea culpa.

Sebastián Mondéjar dijo...

¡Qué relato tan erótico, Pedro! ¡Y qué onírico! Estoy verdaderamente sorprendido con estos nuevos registros tuyos, "la más audaz de todas 'tus' fantasías", sin lugar a dudas. ¿Quién es Adrián? Intuyo que detrás de todo esto se esconde algo más (¡mucho más!). ¡A saber qué nuevas sorpresas nos deparas!

Miguel Ángel Orfeo dijo...

Sí, onírico y erótico, pero sobre todo inquietante. Se diría que el cuadro de Gauguín es una puerta a la fantasía lujuriosa que Adrián cruzó en su infancia. En ese contexto, no dejan de sorprenderme dos símbolos, el de la decadencia (ancianos desdentados) y el de la autoridad (patriarca o jefe de la tribu), y que otorgan al relato una connotación de rito iniciático.
Dos cosas más: me ha parecido espléndido el tratamiento de la imagen pornográfica, el del orgasmo final, sobre todo. Y el relato en conjunto me ha traído a la memoria un libro muy extraño de Dalí, "El mito trágico", en el cual el autor se autopsicoanalizaba a través de sus percepciones del Ángelus, de Millet.