martes, 1 de julio de 2008

LAS MISMAS BANDERAS

Tenía yo diez u once años cuando silbé ante mi abuelo Jesús los acordes del himno de España, demandando de él un gesto de aprobación orgullosa para con el nieto predilecto: si mal no recuerdo, se me había activado el chip de la emotividad tras un gol indudablemente histórico de un tal Rubén Cano a una Yugoslavia extinta; y entonces él, mi abuelo, con el puño en alto y los ojos acristalados de un español sexagenario que conoció otras vidas y otras muertes, me devolvió a su vez esa otra letra que hablaba de cucharas arriba y de tenedores abajo, y me preguntó con similar expectación si acaso éste no me parecía más bonito que el otro.
La obligatoriedad con que a menudo suscribimos o pretendemos que los demás suscriban ciertas manifestaciones colectivas de afirmación o pertenencia es una antiquísima variedad de alienación, tan baldía y ridícula -y a veces tan peligrosa, los manuales de Historia lo saben- como cualquier otra que implique a los sentimientos. Entre ser y sentirse discurre un trecho, trecho que ya es abismo cuando se trata de escenificar ese ser y ese sentirse bajo formas y colores cuya ostentación sectaria habitualmente nos resulta tan ajena, si no deplorable. Claro que, huelga admitirlo, el que el aire de su aliento sea limpio e integrador o se ampare en su ráfaga de exclusiones nocivas dependerá sobre todo de la excusa que se invente, del uso concreto que del símbolo se haga para condescender a la ventura del alarde. Confieso que no me gusta levantar banderas, y la propia de España la observo con una prudencia o un recelo de los que ya no participa la sombra del dictador, sino la jauría rabiosa que el nacionalismo hispano jalea cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo; pero me puede, no obstante, la sospecha de que yo también sabría emborracharme de su luz originaria y pura, como les pasó a los españoles sucesivos -y ya no a sus hijos no españoles- que lloraban la canción del inmigrante o se abrazaban bajo la batuta de Manolo Escobar al son apologista de aquel pasodoble patrio.
Estos últimos días han ondeado en nuestras calles y balcones miles de banderas nacionales con un toro negro de Osborne, y ante la perplejidad cómplice de quienes -por carácter o por la razón que fuere- no solemos transigir con tales efluvios sin un punto de rubor, se ha balbuceado el solemne himno sin letra y hasta lo hemos saludado con la uve de victoria; el mismo cántico y seguramente las mismas banderas que mañana o pasado mañana se esgrimirán con voluntad torcida en un almuerzo fascista bajo el sombrío busto del dictador.

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