-Confieso que he pecado, Padre. Tras la rejilla se atisbó un lento balanceo de cabeza, un gesto entre la amonestación y la comprensión que sin embargo aguardaba la aventura sublime del detalle, de esas palabras que con su música amenizan el morbo del delito. -Confieso que he deseado a la mujer del prójimo. -¿Nada más, hijo? -Confieso que he tentado a la mujer del prójimo. -¿Eso es todo? -Confieso que he yacido con la mujer del prójimo. -¿Algo más? -Confieso que no me arrepiento, que pase lo que pase nunca sabré arrepentirme de ésta mi verdad, y que si de algo he de culparme es de que no vuelva a suceder una y cien veces más. -Entonces, en el nombre de Dios, no puedo perdonarte. El arrodillado se irguió y salió del recinto; sin el perdón del Padre, pero ahora reconciliado consigo mismo, esto es, con su breve existencia de homo sapiens que desea y tienta y yace con mujer ciertamente prójima. |
lunes, 7 de septiembre de 2009
RELACIONES INTERMITENTES (3)
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1 comentario:
Un relato precioso y directo.
Afortunadamente, dejé de creer en los pecados hace mucho tiempo y vivo en paz conmigo misma.
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