viernes, 18 de diciembre de 2009

TITULITIS AGUDA

Llevo más de tres y de cuatro semanas desempolvando papeles acartonados, llevándolos hasta el calor de la plancha fotocopiadora y asistiendo al misterioso gesto (no por repetido menos misterioso) del cotejo y la compulsa a cargo de la mano autorizada, ésa que con su palma presiona el sello de tinta azul y de propina destila un garabato por el cabo del bolígrafo. Trátase de un trámite necesario, ineludible, para así escalar otro peldaño en la pirámide laboral que dictan los que saben; esto es, un concurso de méritos, o al menos con tal pomposidad lo nombra la jerga de los administradores de la función pública, así que somos muchos los llamados (previo pago de la tasa estipulada, cómo no) y sólo unos pocos habrán de ser los elegidos. Durante estos días he observado el secretismo a menudo orgulloso de algunos colegas portando bajo el brazo su manojo de títulos, diplomas, certificaciones e infinitas pruebas de su inagotable servicio a la causa burocrática, y ha sido entonces (más acá de Kafka) cuando he querido acordarme de la monumental crítica que a mediados de los setenta deslizara la pluma irreverente y lúcida de Miguel Espinosa en Escuela de Mandarines. No he de ocultar aquí (en verdad, a eso he venido) que la mera compilación y el ulterior muestrario y alarde de créditos, tan extraviados en la prehistoria de mi vida que ni yo mismo recuerdo si alguna vez me pertenecieron, suponen un serio desafío a los fundamentos de mi sistema nervioso. Pero lo más triste ha sido advertir, y ello desde dentro, que esos colegas, y yo con ellos, no somos sino serviles piececitas de un portentoso engranaje basado en el espejismo de una ristra de títulos, títulos tan meritorios como inútiles, recaudados cansinamente según un principio de inercias ociosas y de desganados requisitos trienales o sexenales; un orden tan anciano como el mundo y que unos y otros interpretamos como una realidad falaz, mas al que sin embargo no sabremos negarle su imperio y al que nos seguimos sometiendo con la bíblica mansedumbre del cordero, porque está diseñado para tentarnos con prebendas ocasionales y porque nos iguala religiosamente en una mecánica corporativa que sacrifica los talentos en aras de la escueta funcionalidad.
Mañana, sin falta, doy curso al papeleo.

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