lunes, 10 de enero de 2011

SIN AGENDA

Después de casi tres lustros, he comenzado este mes de enero sin el tradicional repuesto de la agenda para el nuevo año. Han pasado diez días de 2011 y todavía no la extraño demasiado, quizás porque no me ha dado tiempo, quizás porque no tenía anotado en la propia agenda que aguantaría diez días sin agenda. He de admitir que me había acostumbrado a su compañía casi constante, como si se tratase de una prolongación de mi brazo, siempre ahí, con su hoja dispuesta para prevenirme de los pequeños olvidos cotidianos que la memoria no quiere o no sabe tolerarse, o bien para fijar los momentos que tejen las redes del futuro con su anticipo de melancolía, con su rechazo obstinado del azar. Me pregunto si me habrá ganado la pereza de ir a buscarla a la tienda o si, más allá de la dejadez, habrá contribuido la voluntad consciente de no querer que me acompañe en la travesía por el nuevo año. Me pregunto si el deseo inconfeso de prescindir de esa extremidad traerá a mi vida paz o desasosiego, si soplará sus aires de libertad frente a las citas ineludibles o si, por el contrario, me hará sentir la orfandad irremediable de quien no sabe habitar el tiempo sin parcelarlo a su antojo -¡qué iluso!-, como un diosecillo povinciano, disciplinado y diminuto.

1 comentario:

José Manuel dijo...

Pues yo no sé tú lo que aguantarás sin esa prótesis, pero yo sobrevivo gracias a los mares de notas que se extienden por las mesas de trabajo, los corchos claveteados, los bolsillos y carteras. Tal como se degrada mi memoria cualquier día me veo como Aureliano Buendía, del que nos dice G. Márquez en un pasaje de cándido humor inolvidable:
“...pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.”