lunes, 7 de marzo de 2011

UN PRIVILEGIADO COMO YO

Soy funcionario, sí. Desde hace dieciséis años pertenezco al Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria, y, como tal, he ejercido labor docente en ocho institutos públicos de la Región de Murcia, lo que significa, traducido a cifras sensibles, que hasta la fecha habré contribuido a formar por encima de 2000 alumnos.
Para ser el funcionario que soy y pertenecer a este colectivo tuve que esforzarme en un bachillerato menos descafeinado que el actual y superar una prueba que en aquel entonces merecía el nombre de Selectividad; tuve que afrontar con incertidumbres de becario un lustro completo de estudios en nuestra universidad pública, alquilando celdas por cantidades abusivas que nadie declaraba en ningún sitio; y tuve que preparar durante tres años más, bajo el sempiterno flexo de mis dudas existenciales, aquel concurso-oposición concebido para aplicar la ley de la criba, examen que felizmente aprobé compitiendo por siete plazas exactas con otro medio millar de licenciados tan voluntariosos como yo. Junto a la alegría de ver cumplido mi propósito, de repente me embargó una especie de terror: la conciencia de haber extraviado muchas horas de mi juventud medrando de la generosidad heroica de mis padres, nada menos que veintisiete años tratando de justificar para mí y para ellos la inversión más orgullosa de sus vidas.
Mientras tanto, mis colegas, los mismos que se pusieron a trabajar en cualquier negocio con la celeridad que les reclamaba la mayoría de edad y la poca o nula predisposición para culminar un ciclo de estudios superiores, ajenos a estos desvelos, cada fin de semana paseaban su automóvil por la puerta de la discoteca y esgrimían el argumento tentador de su cartera llena de billetes de color verde. Era lo justo: ellos trabajaban para su presente y yo estudiaba para mi futuro, y ya se sabe que si el futuro ostenta alguna virtud, esa es la paciencia. Salvo que cuando el tal futuro me alcanzó con una nómina de funcionario, esos mismos amigos u otros de perfil muy similar —patanes cuya hora de trabajo de albañilería no cualificada cotizaba más alto que una clase de idioma a domicilio— empezaron a recelar de la seguridad de mi sueldo fijo y de mis tardes aparentemente libres; e incluso me reprochaban, en la sobremesa de bodas, comuniones y bautizos, con la ternura diáfana que procura el alcohol a quienes desprecian cuanto ignoran, los infinitos meses vacacionales que nos regalamos los maestros de escuela.
De ahí que cuando el mandarín de turno eructa ante los medios el privilegio de ser un funcionario, a mí no me extrañe nada que el coro de abonados a la causa del agua y del ladrillo se adhiera a la indignación y no quiera ni sepa entender que, en el epicentro de esta crisis, un privilegiado como yo decida manifestarse junto a otros miles de privilegiados por la Gran Vía, esa prohibitiva calle de la ciudad. Incluso ha habido voceros que pretendían convencerme de que mi cabreo se compraba al precio miserable de esos 75 euros que ahora, dicen, reducen a la mitad, cuando lo cierto es que hay en juego cosas mucho más importantes, decisiones político-presupuestarias de las que nadie habla porque no interesa, no aquí, no ahora. Yo, que todavía no soy sospechoso de corporativismo les replicaría con palabras sencillas a quienes me escrutan como a bicho privilegiado que mis paseos vespertinos por la Gran Vía de Murcia para manifestar mi descontento no están motivados por mi pertenencia al colectivo de funcionarios, sino por el doble privilegio de ser padre de dos niños en edad escolar, dos niños a los que sé de buena tinta que les afectará el deterioro paulatino y el desprestigio institucional al que se viene sometiendo a la enseñanza pública de la Región.
Soy funcionario, sí; pero por encima de eso soy profesor, y cada día desde hace dieciséis años procuro enseñar a mis alumnos algo parecido a lo que a mí me enseñaron aquellos maestros sucesivos que nunca olvidaré, porque iluminaron mi camino para ayudarme a ser mejor de lo que era. Un pueblo que no comprende esta gratitud es un pueblo enfermo, sin alma. Y hay que estar muy ciego, si no algo peor, para no ver o al menos atisbar hacia qué modelo de sociedad conducen los últimos recortes en la educación regional, un área tan identificada con el servicio público, es decir, con el servicio al mismo ciudadano de a pie que luego sabrá quejarse de no ser bien atendido.
Pero lo más triste, lo que colma el vaso de mi escepticismo, es que quienes dicen representarme en estas lides, los cabecillas firmantes y los cabecillas no firmantes, los que antes sí pero ahora no y después quién sabe, o viceversa, apenas testimonian con sus actos y decires la desvergüenza de los intereses más primarios, los que probablemente alcanzan su verdad definitiva en el marco incomparable de un despacho bien alejado de las tizas y de los chicos y las chicas sobre los que se ensañará el mañana con el peso rotundo de la realidad que entre unos y otros les estamos forjando.

La Opinión de Murcia
martes 1 de marzo de 2011

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