sábado, 10 de diciembre de 2011

ALEGRÍA DE SÁBADO

Me he despertado anticipándome en más de media hora a la música fatídica del despertador: aunque es sábado y no me esperan en el instituto, quería levantarme con tiempo para acompañar a mi hijo a su partido de fútbol. Sin embargo, he permanecido en la cama un rato más, entregado a esa dulce sensación que se nutre de silencio y de tiniebla y de sábanas calientes, aguardando el aviso puntual que anoche negocié en el reloj de mi teléfono móvil.
Desde el principio de mis días -creo que nací un viernes-, siempre preferí la promesa del sábado, reverso necesario a la tristeza que me embargaba y me embarga los domingos. Cuando era niño amaba las mañanas amplias y libres de cada sábado sin obligaciones escolares, el bullicio de las gentes en la angostura de la calle donde se instalaba el mercadillo del pueblo. Luego se me fue imponiendo la expectativa irrepetible de ir a jugar nuestro partido contra los muchachos de otro barrio, siempre en campos improvisados de cemento o de tierra, con dos pedruscos por toda portería, sin árbitro ni público, sudando camisetas sin el número ni el nombre de ningún ídolo, mas con nuestro sueño anacrónico de imitar en su regate y su remate a los héroes de entonces (Camacho, Breitner, Pirri, Santillana; Asensi, Neeskeens, Rexach, Johan Cruyff...). Después llegó la época de los deseos inmediatos, de la urgencia por vivir el vértigo insensato de tantas tardes y noches de los sucesivos sábados que ya se me extraviaron poco a poco tras su nebulosa de alcohol y de tabaco.
Hoy he llevado a mi hijo a su cita con el balón, poseído por una variedad de la alegría que es, sin duda, deudora de la de otros sábados de antaño; y él, enorme sobre sus diez años de vida, pisando el césped artificial de un campo reglamentario y con porterías de tres palos y red, ha querido colmar la nostalgia creciente de su padre con la dicha indiscreta de su gol. Ni que decir que hemos ganado este partido.

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