miércoles, 16 de mayo de 2012

EL DESTINO TE ENCONTRARÁ

El cuento se titulaba -aún se titula- Ser otro, y constituía la declaración arrebatada de un recluta que, infeliz con su destino, decide cometer una atrocidad capital en la persona de su comandante, para así rebelarse contra ese destino que se le impone, disparate que lo conduce a una condena rigurosa y que, obviamente, no lo resarce de ningún destino, sino que afianza el suyo propio, que no podía ser otro que pretender modificarlo para terminar asumiéndolo.
(Ahora, al verter aquí la síntesis de aquel folio y medio que da cuenta de una de mis más antiguas ficciones de juventud, comprendo que se trata de una versión inopinada de la historia del criado del rico mercader que vio a la Muerte y al que la Muerte le hizo un gesto, una señal. Yo entonces desconocía ese relato, lo que confirma el rumor de que la musa es promiscua y caprichosa).
Para dignificar mi invención, quise poner arriba, a la derecha del folio, una cita de autoridad, y di con esa frase o sentencia que ha poco había hallado en una novela cuyo protagonista, agonizante, va evocando episodios cruciales de su vida con una densidad lírica (¿y erótica?) que yo aún ignoraba en los dominios de la prosa. Recuerdo haberle recitado fragmentos de entusiasmo a una novia de la que no he vuelto a saber nada.
"El destino te encontrará", dice o piensa Artemio Cruz, y hoy me apetece que su luminosa voz se eleve sobre la noticia de la muerte de Carlos Fuentes.

lunes, 14 de mayo de 2012

CÓMO COMPRENDO A FLAUBERT

Sí, cómo comprendo a Flaubert, y cuánto me identifico con la actitud cabal, sin dobleces, que registra en cada una de sus cartas personales.

Más allá de sus opiniones sobre arte y vida, sobre genio y talento, sobre perseverancia y orgullo, sobre crítica y público, percibo en la atalaya de su fe la autenticidad única de quien vuelca todo el ser en la verdad innegociable de su objetivo: “es por la aspiración por lo que valemos algo: un alma se mide por la dimensión de su deseo, igual que las catedrales se juzgan por la altura de sus campanarios”.

Me sorprende y me subyuga, tal como si me hubiera sido arrebatada de mi alforja anacrónica, la liberadora tentación de no publicar nada hasta después de los cincuenta -“cuando se tiene alguna valía, buscar el éxito es malograrse sin motivo, quizá sea perderse por completo”-, o la firme negativa a que alguna vez ilustren cualquiera de sus libros -“porque la más bella descripción literaria es devorada por el dibujo más pobre”-, o la tranquilidad de su conciencia por no tener que dilapidar energías en agradar a los lectores de periódicos, pese a lo mucho que esto le cuesta a su bolsillo.

Su posición estética carga a veces contra autores incontestables de su tiempo, como Alejandro Dumas -“¿De dónde proviene el éxito extraordinario de sus novelas? De que para leerlas no hace falta iniciación ninguna, y de que la acción es divertida: la gente se distrae mientras las lee. Luego, acabado el libro, como no queda impresión y todo ha pasado como el agua clara, uno vuelve a sus asuntos. ¡Encantador!”-, como Stendhal -“Rojo y Negro la encuentro mal escrita e incomprensible en cuanto a caracteres e intención. Sé bien que las personas de buen gusto no comparten mi criterio, pero es sabido que las gentes de buen gusto son también una casta curiosa; tienen sus propios santos, que nadie conoce”-, como el avejentado Victor Hugo de Los miserables -“Nuestro dios desciende. No he visto en este libro ni verdad ni grandeza, y, en lo que al estilo se refiere, me parece intencionadamente incorrecto y vulgar. Es una manera de halagar lo popular”.

En efecto, es en la apología del estilo y de la forma, que para él se traduce en método, que para él lo es todo, donde puedo advertir a cada instante la caricia fraterna de su voz, susurrándome al oído la licitud definitiva de aquel milagro que yo mismo negocié tantas veces desde mi humilde chabola de aprendiz. “¡Felices aquellos que han nacido sin el deseo de perfección!”, exclama él, convencido de que esa lúgubre disposición es suficiente para envenenar la vida del artista. Sin embargo, en otra parte se justifica y nos justifica de paso a todos los demás: “Los genios no necesitan preocuparse por el estilo; son fuertes pese a todos los defectos, incluso lo son gracias a ellos; mas nosotros, los pequeños, solo valemos por la ejecución acabada”. Está claro que donde escasea la forma tampoco resplandece la idea, y que buscar la una es lo mismo que buscar la otra, pues “son tan inseparables como la sustancia y el color, y por eso el Arte es la Verdad misma”.

Avanzo en su avalancha de razones estéticas desde la renovada entrega de un discípulo que de repente se alimenta gustosamente de las flaquezas del maestro, hábito de incertidumbres que sin duda lo engrandecen. Admite Flaubert, por ejemplo, las angustias de la corrección: “escribo tan lentamente que todo se sostiene, pero cuando altero una palabra, a veces hay que cambiar varias páginas. […]. Cuando descubro una mala asonancia o una repetición en alguna de mis frases, sé cierto que me he enredado en algo falso. A fuerza de buscar, doy con la expresión justa, que era la única y que al mismo tiempo es la armoniosa. La palabra nunca falta cuando se posee la idea”. O bien cuando, a propósito de su Madame Bovary, comprende que “cada párrafo es bueno en sí, y hay páginas perfectas, estoy seguro. Pero precisamente por eso no funciona. Son una serie de párrafos redondeados, completos, que no avanzan con fluidez. Va a ser necesario desatornillarlos, aflojar las junturas, como se hace con los mástiles de los navíos cuando se quiere que las velas cojan más viento”. ¡En cuántas ocasiones me habrá asaltado la misma sospecha, emborronando mis cuartillas o malhumorado frente a la pantalla!

No me resisto a transcribir una anécdota que me ha encantado: es cuando alguien le pide que en la Bovary cambie el nombre del diario, de manera que en lugar de Le Journal de Rouen ponga Le Progressif de Rouen, para corresponder a la muy elogiosa publicidad que ayer le hicieron de la novela. Pero él se resiste con reservas de estilo: “¡Queda tan bien Le Journal de Rouen! ¿Resultará peor en París y Le Progressif causará el mismo efecto? La incertidumbre me devora, no sé qué hacer. Me parece que, si cedo, cometo un grave error, porque tan simple cambio va a distorsionar el ritmo de mis pobres frases, desde la primera hasta la última”.

Cómo lo comprendo a usted, monsieur Flaubert…

viernes, 4 de mayo de 2012

UN SIMPLE FUNCIONARIO

Me formé en las instalaciones de un par de colegios públicos y todavía sé recordar los nombres sucesivos de aquellos maestros que en mi gratitud retrospectiva nunca perderán su don: doña Socorro, don Jesús Alberto, doña Virtudes, don Antonio, don Eugenio, don Juan Pascual, doña Noli, don Antonio, don Jesús, doña Juana, don Miguel, don Luis...
Completé mi periplo de cuatro años en las improvisadas aulas de un instituto -también público- que en aquel entonces no disponía de un edificio de referencia; de ahí que los futuros bachilleres acuñáramos la verdad irrevocable de que nuestro pasillo era, en efecto, el más generoso de los pasillos de instituto de España, pues ocupaba el largo y el ancho de la calle Mayor del pueblo.
Enseguida hice mi maleta para matricularme en una universidad -también pública-, y con el tesón inquebrantable de los padres y el beneficio renovado de una exigua beca del Estado, estudié las veinticinco asignaturas para ser filólogo. Luego, un poco por vocación y otro poco por orgullo, pero sobre todo porque me arrastraba la inercia de las cosas, quise emprender una tesis, y al cabo de una década gané el título de doctor.
Durante unos cuantos cursos me esforcé en ser profesor de lengua y de literatura, y modestamente creo que dos o tres docenas de alumnos podrían certificar que, al menos con ellos, lo logré. Poco a poco, las instituciones educativas y la propia vida me convencieron de que la palabra profesor devenía en una quimera quijotesca, había perdido su sentido originario, así que casi sin darme cuenta mis iniciales convicciones mutaron en la nueva especie del docente a secas, después me etiquetaron de educador, luego he sido aprendiz de psicólogo, y al cabo he adoptado diferentes formas, como guardián de pasillos, vigilante de recreos y juez instructor de expedientes por indisciplina.
Sé de buena tinta que mi destino, a partir de septiembre, es someterme a la estupidez que nos rige para aprender a ser un simple funcionario.