lunes, 14 de mayo de 2012

CÓMO COMPRENDO A FLAUBERT

Sí, cómo comprendo a Flaubert, y cuánto me identifico con la actitud cabal, sin dobleces, que registra en cada una de sus cartas personales.

Más allá de sus opiniones sobre arte y vida, sobre genio y talento, sobre perseverancia y orgullo, sobre crítica y público, percibo en la atalaya de su fe la autenticidad única de quien vuelca todo el ser en la verdad innegociable de su objetivo: “es por la aspiración por lo que valemos algo: un alma se mide por la dimensión de su deseo, igual que las catedrales se juzgan por la altura de sus campanarios”.

Me sorprende y me subyuga, tal como si me hubiera sido arrebatada de mi alforja anacrónica, la liberadora tentación de no publicar nada hasta después de los cincuenta -“cuando se tiene alguna valía, buscar el éxito es malograrse sin motivo, quizá sea perderse por completo”-, o la firme negativa a que alguna vez ilustren cualquiera de sus libros -“porque la más bella descripción literaria es devorada por el dibujo más pobre”-, o la tranquilidad de su conciencia por no tener que dilapidar energías en agradar a los lectores de periódicos, pese a lo mucho que esto le cuesta a su bolsillo.

Su posición estética carga a veces contra autores incontestables de su tiempo, como Alejandro Dumas -“¿De dónde proviene el éxito extraordinario de sus novelas? De que para leerlas no hace falta iniciación ninguna, y de que la acción es divertida: la gente se distrae mientras las lee. Luego, acabado el libro, como no queda impresión y todo ha pasado como el agua clara, uno vuelve a sus asuntos. ¡Encantador!”-, como Stendhal -“Rojo y Negro la encuentro mal escrita e incomprensible en cuanto a caracteres e intención. Sé bien que las personas de buen gusto no comparten mi criterio, pero es sabido que las gentes de buen gusto son también una casta curiosa; tienen sus propios santos, que nadie conoce”-, como el avejentado Victor Hugo de Los miserables -“Nuestro dios desciende. No he visto en este libro ni verdad ni grandeza, y, en lo que al estilo se refiere, me parece intencionadamente incorrecto y vulgar. Es una manera de halagar lo popular”.

En efecto, es en la apología del estilo y de la forma, que para él se traduce en método, que para él lo es todo, donde puedo advertir a cada instante la caricia fraterna de su voz, susurrándome al oído la licitud definitiva de aquel milagro que yo mismo negocié tantas veces desde mi humilde chabola de aprendiz. “¡Felices aquellos que han nacido sin el deseo de perfección!”, exclama él, convencido de que esa lúgubre disposición es suficiente para envenenar la vida del artista. Sin embargo, en otra parte se justifica y nos justifica de paso a todos los demás: “Los genios no necesitan preocuparse por el estilo; son fuertes pese a todos los defectos, incluso lo son gracias a ellos; mas nosotros, los pequeños, solo valemos por la ejecución acabada”. Está claro que donde escasea la forma tampoco resplandece la idea, y que buscar la una es lo mismo que buscar la otra, pues “son tan inseparables como la sustancia y el color, y por eso el Arte es la Verdad misma”.

Avanzo en su avalancha de razones estéticas desde la renovada entrega de un discípulo que de repente se alimenta gustosamente de las flaquezas del maestro, hábito de incertidumbres que sin duda lo engrandecen. Admite Flaubert, por ejemplo, las angustias de la corrección: “escribo tan lentamente que todo se sostiene, pero cuando altero una palabra, a veces hay que cambiar varias páginas. […]. Cuando descubro una mala asonancia o una repetición en alguna de mis frases, sé cierto que me he enredado en algo falso. A fuerza de buscar, doy con la expresión justa, que era la única y que al mismo tiempo es la armoniosa. La palabra nunca falta cuando se posee la idea”. O bien cuando, a propósito de su Madame Bovary, comprende que “cada párrafo es bueno en sí, y hay páginas perfectas, estoy seguro. Pero precisamente por eso no funciona. Son una serie de párrafos redondeados, completos, que no avanzan con fluidez. Va a ser necesario desatornillarlos, aflojar las junturas, como se hace con los mástiles de los navíos cuando se quiere que las velas cojan más viento”. ¡En cuántas ocasiones me habrá asaltado la misma sospecha, emborronando mis cuartillas o malhumorado frente a la pantalla!

No me resisto a transcribir una anécdota que me ha encantado: es cuando alguien le pide que en la Bovary cambie el nombre del diario, de manera que en lugar de Le Journal de Rouen ponga Le Progressif de Rouen, para corresponder a la muy elogiosa publicidad que ayer le hicieron de la novela. Pero él se resiste con reservas de estilo: “¡Queda tan bien Le Journal de Rouen! ¿Resultará peor en París y Le Progressif causará el mismo efecto? La incertidumbre me devora, no sé qué hacer. Me parece que, si cedo, cometo un grave error, porque tan simple cambio va a distorsionar el ritmo de mis pobres frases, desde la primera hasta la última”.

Cómo lo comprendo a usted, monsieur Flaubert…

2 comentarios:

José Manuel dijo...

Y sin embargo ¿realmente existe una única solución de armoniosa perfección inmarcesible? ¿No sucede que, al releer un texto al día siguiente comenzamos ufanos por cambiar una sola palabra para acabar desmontándolo por completo hasta preguntarnos si verdaderamente merece la pena volver a ensamblarlo aprovechando algo de aquel andamiaje desmontado y disperso que se muestra inservible a nuestros fines? ¿Y ese cambio que parece adecuarse mejor al caso pero bajo el que nosotros –solo nosotros- leeremos siempre, cien veces que lo hagamos, la frase original sustituida indeleble en nuestra memoria, como un texto en palimpsesto o un lienzo repintado? ¿O esa disonancia que solo cobra sentido situándonos en las nudas circunstancias que la vieron nacer, que la alumbraron, y que por esto ya merece quedar así, como un íntimo testimonio? ¿En qué medida alcanzan estos escrúpulos que tanto nos hacen sufrir al hipotético lector? ¿Qué párrafo resistirá una lectura desde la perspectiva crítica, rigurosa o simplemente distinta de un tiempo futuro? ¿Cuál se da por bueno por convicción?, ¿cuál por desaliento o desidia para resplandecer después siquiera por la intención que apunta?

Pedro López Martínez dijo...

Ay, amigo... Si supiera responder a esas preguntas, tal vez el cielo me otorgaría la dicha suprema de no ser tan perfeccionista; y si tú no formularas esas preguntas que te corroen y que yo no sé responder, lo mismo para ti, también tú alcanzarías esa dicha.
Salud!