jueves, 6 de septiembre de 2012

HASTA NUNCA

Érase una vez un universitario a quien sus padres le abrieron una cuenta en una caja de ahorros. Pasado el tiempo, aquel joven accedió a un puesto de trabajo y a una nómina que se ingresaba mensualmente en aquella cuenta. Después tuvo a bien adquirir una tarjeta para usarla en el cajero sin mayores trámites, y solo muy de tarde en tarde la utilizaba también para pagar en los comercios. Como el ahorro crecía, la entidad le ofreció reiteradas ofertas para ganar dinero con su dinero, invirtiendo en determinados productos carentes de cualquier riesgo, porque hay que aclarar que este cliente no sabe ni quiere especular con su dinero, sino apenas que se lo guarden y que no le causen molestias; así que apartó una suma y autorizó el compromiso de que se la gestionaran durante dieciocho meses. En ese intervalo, la caja hizo aguas, saltó a la prensa el escándalo de las comisiones millonarias que sus jefes se otorgaban y fue intervenida por el Estado, y luego milagrosamente adquirida por otra entidad más saneada. A todo esto, cada tres meses el titular de la cuenta tenía que acudir a su oficina, y no a otra, para pelear la devolución de esas otras comisiones, las que ellos llaman de mantenimiento; en un arranque de orgullo decidió retirar la domiciliación de la nómina y prescindir de la tarjeta. Al poco le dijeron que ya solo podían repararle la mitad de la comisión trimestral, y al cabo estos señores de la usura le negaron incluso esa mísera mitad con el sólido argumento de que la suma que había comprometido a dieciocho meses estaba a punto de vencer y tenían que esperar a ver qué hacía con ese dinero. El compromiso venció, y el mismo día lo telefoneó la cordialidad falsaria del director para recordarle el evento y, de paso, sugerirle nuevas opciones para su capital. El cliente le respondió que la única opción que contemplaba, después de veinticinco años de fidelidad y dieciocho de ellos con nómina, era coger sus ahorros y salir huyendo y no mirar atrás. El jueves 6 de septiembre de 2012 ordenó la cancelación definitiva, frente al servilismo asustadizo de un viejo empleado que casi le dio pena cuando le reclamó la parte proporcional de la comisión, unos seis euros. Tenía previsto despedirse de él y de la casa con las dos palabras que abren este desahogo, pero en el último momento lo ha ganado el decoro y una especie de felicidad en las vísceras: ¡que tenga usted un buen día!

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