viernes, 26 de octubre de 2012

LAS BALSICAS

Hay vocablos que terminan por imponerse a la realidad que refieren, nombres que respiran su ayer afianzados en algún lugar de nuestra memoria de adultos y que sobreviven al recuerdo con esa suerte de tenacidad que, desde el tapiz de la nostalgia, solo incumbe a los signos.
Por la ladera del cerro, siguiendo la empinada senda que bestias y hombres habían convertido en camino, los muchachos ascendíamos ese acantilado del vértigo y nos adentrábamos en el monte dejando el pueblo a nuestra espalda, de modo que, en menos de un cuarto de hora, situados a la altura que presagiaba en la distancia la torre del castillo, ingresábamos en aquel milagro de la naturaleza: un remanso de terreno alisado por el agua que las lluvias de entonces arrastraban.
Habíamos puesto un par de pedruscos en cada fondo, a manera de postes, y de vez en cuando les cogíamos las hoces a nuestros padres y segábamos los juncos que entorpecían el juego en el córner y en el lateral. Las líneas del campo apenas se intuían, salvo cuando le robábamos medio saco de yeso a cualquier vecino metido en obras; y en la primavera, con un poco de suerte, hasta podíamos deslizarnos por una alfombra irregular de hierbajos que a nosotros nos hacían la impresión del césped todavía incoloro del partido semanal que ofrecían en la tele. Nunca tuvimos el horizonte de un larguero para sancionar la belleza de los goles por la escuadra o para gozar el impacto seco en la madera; nunca fue posible el lujo de una red que amortiguase la dicha efectiva del disparo para no tener que aventurarnos al barranco en busca de la enésima pelota. Pero es allí, en aquel espacio remoto de la infancia, donde muchos de nosotros podríamos aún adivinar la magia indeleble de lo que probablemente fue el escenario del mejor de nuestros sueños.
Era salir del colegio, a las cinco, y dejar las carteras y subir corriendo a echarnos el partido, apurando hasta el último instante, cuando las luces de la tarde se iban diluyendo y había que regresar de nuevo, deprisa, casi a tientas, dejándonos caer por aquella senda tortuosa que al día siguiente nos volvería a llevar a Las Balsicas.


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