jueves, 21 de febrero de 2013

LA MANÍA DE LA FORMA

Padezco la manía de la forma, soy rehén de la estructura geométrica, mis espacios y mis tiempos se pliegan al imperio de una calculada percepción del orden de los objetos y las cosas que, llevada a su extremo, bien lo sé, deviene naturalmente irritante. Se trata de una debilidad íntima -diríase ancestral- que fiscaliza cada uno de mis hábitos domésticos, sea al repartir la diversidad de prendas en el tendedero de la ropa, sea al disponer los manjares del día sobre la superficie lisa del mantel, sea al depositar platos, vasos y cubiertos en el lavavajillas y luego al recolocarlos en sus armarios de cocina.
Esta inclinación obsesiva no se detiene ahí: poco a poco, con artes subrepticias, se fue infiltrando primero en el ritmo de las frases y más tarde en la sinfonía de los párrafos que las agrupan, y al fin contaminó el destino de páginas enteras, estrangulando a su modo las arterias vitales de eso que, en la república de las letras, definimos como estilo. Así, al antiguo horror de las repeticiones reparables y a la desigual batalla contra los deslices cacofónicos en la prosa, se suma ahora el decoroso albitrio de la tipografía que la técnica regala, de manera que al mismo tiempo que tecleo letras y surgen palabras en la pantalla, también me ocupo de que el espacio que las separa en su renglón no consienta más distancia que la que mi ojo tolera, y -aunque dé un poco de vergüenza admitirlo- es a menudo tal suerte de criterio el que gobierna mi inspiración a la hora de indagar nuevos giros sintácticos o al averiguar la alternativa de un sinónimo con un número propicio de caracteres, pugna que se prolonga hasta que uno cree haber dado con la forma exacta que satisface sus remilgos. 
A tal extremo me condiciona esta manía: un horror que en el caso de la escritura jamás encuentra sosiego.

martes, 5 de febrero de 2013

LOS ÚLTIMOS QUIJOTES

Hace quince días fui a ver En la casa (2012, Francia) y la semana pasada El profesor (2011, EEUU), dos películas recientes que, desde ángulos distintos -la primera, más amable, explora la complicidad entre maestro y discípulo circulando por la vertiginosa línea en que se confunden la realidad y la ficción; la segunda, más cruda, más comprometida con las causas perdidas, es un ejercicio radical que abre puertas a la reflexión y al debate-, restauran el eterno problema de la enseñanza secundaria en el día a día de los institutos.
Después, anteanoche, la pantalla de la tele ofreció el reportaje de Jordi Évole comparando dos modelos educativos que los informes anuales sobre éxito y fracaso (éxito y fracaso no entendidos tan solo como índices de puntuación académica, claro) sitúan aproximadamente en las antípodas: el español, en absoluto modélico, y el finlandés, que se postula como ejemplo a seguir según barómetros internacionales.
Y hoy, ahora, hace menos de un rato, el impúdico ministro que gestiona la Educación y la Cultura alcanza la feliz ocurrencia de recomendar a los jóvenes y a sus familias, imprudentemente, sin ningún empacho, fiel a sus notorias convicciones, que no es momento de que los españoles estudien por vocación, sino que deben someter su voluntad a las salidas laborales, esto es, al mercado, a la economía.
Frente a este panorama, el sueño de Finlandia se desvanece, es un burdo espejismo, una utopía tan bella y tan lejana como todas las demás, pero intraducible al idioma de Cervantes, y lo que es peor, inconcebible para los miserables de espíritu que dicen gobernarnos. Entre esa ilusión legítima que alentaba el reportaje televisivo y el escepticismo objetivo que subyace en el filme de Tony Kaye, El profesor, nos damos de bruces contra ese molino simbólico: la palabra envenenada de un tal Wert. 
Al fin, en este programático desahucio al que se están viendo sometidas la educación y la cultura, los profesores no somos más que los últimos quijotes de la historia, esos hombres y esas mujeres que un día regresaremos a la aldea para, inevitablemente, saborear nuestra derrota.