jueves, 21 de marzo de 2013

LUZ DE LA MEMORIA, LUZ DEL ALMA

Primero conocí sus versos, el desgarro y la verdad terrible que arrasaba en los poemas de Elegía del Sureste, de Encuentros con Anteo o de Alto acompañamiento; después saludé a hurtadillas, como un novicio eterno, al casi octogenario Francisco Sánchez Bautista, el poeta autodidacta que había dedicado más de media vida a clasificar y a repartir cartas y que pronunciaba cada palabra con la discreción bautismal que distingue a los antiguos; y luego, algo más tarde, llegué al hombre y me abrió la puerta de su casa, alcancé a la persona que los amigos llaman Paco, Paco Sánchez Bautista, y me supe cómplice de esa figura menuda que sonríe con modestia cuando se habla de sus libros y que se emociona con dignidad de la mano de Teresa, un hombre que siempre -siempre- deja como un rescoldo invicto de humanidad, como una estela enternecida de honradez y compromiso, así en el arte como en la vida.
Hoy -Día Internacional de la Poesía- el Museo de Ramón Gaya propone a los ciudadanos la lectura pública e ininterrumpida de los versos del Poeta Sánchez Bautista; y yo, breve eslabón de esta cadena, dentro de un rato apenas, prestaré mi voz a estos que siguen, versos definitivamente fabricados de tierra que un Paco agradecido nos regaló, en los albores de 2009, a los entonces miembros de la comunidad educativa del instituto de Llano de Brujas, pueblo que lo vio nacer en 1925, con motivo de la adopción de su nombre por el centro:

Sobre esta tierra laboral, un día
el naranjo creció, y el limonero.
Hoy es tierra de luz, manantial puro
de profundo humanismo, donde bebe
sedienta de saber la adolescencia.

Hoy se cultiva aquí la tolerancia
por doctos profesores que transmiten
el futuro a sus jóvenes alumnos,
la dignidad del hombre como meta.

La luz de la memoria -luz del alma-
queda injertada sobre sabia joven
por aquellos docentes que conocen
al niño aprovechable, al niño que ama
la Verdad como génesis eterna,
que es madre de la ética, vasija
del barro más preclaro, donde estuvo
la consciencia del ser desde su origen.

Puede un niño arrancar y plantar un árbol,
y hacerlo frutecer, dándole vida.
Mas ni un solo árbol de los que aquí hubo
le hubiese dado educación a un niño.

Celebremos con júbilo esta parcela
y su siembra de vida: la que llena
estas aulas de gracia adolescente.

domingo, 17 de marzo de 2013

EL AUTÓGRAFO

Los paseos y las plazas del centro, su bullicio vespertino de un sábado de mediados de marzo, me engullen irremediablemente. Apetece el tránsito así, ocioso, demorado, sin meta, dejando que el pensamiento oscile al albur de lo que los ojos ven, de lo que escuchan los oídos, de lo que el olfato atisba, de lo que el cuerpo quiere. La marea de gentes de cualquier edad me rebasa por ambos lados o, viniendo de frente, hace un ligero amago para no tropezarse conmigo.
Sin apercibirme de mi avance, ya estoy en Alfonso X, detenido ante el hechizo de un expositor de libros de viejo, justo al principio de una hilera de puestos donde conviven o conmueren en eterna promiscuidad bellos ejemplares de Homero, de Dante o de Shakespeare con lomos más humildes, casi ridículos, de autores contemporáneos, muchos de ellos paisanos y coetáneos y tan vivos o tan muertos como lo pueda estar yo mismo.
(Entre paréntesis, en un tono más bajo, recuerdo que hace más de veinte años, en una de estas ferias alentadas por los regidores municipales, descubrí una primera edición, en cubierta dura, de la Escuela de Mandarines de Miguel Espinosa; temblando de emoción, alcancé la reliquia, la manoseé como un devoto, indagué su precio y luego lo regateé amparándome en mi condición de estudiante pobre: el librero me pidió 700 pesetas y tras mucho pensármelo admitió bajar a 500, pero yo sé que le hubiera pagado las 2000 pesetas que tenía en mi bolsillo para pasar la semana).
De pronto, ineludible, en su verde de siempre, se postula un libro mío escrito en la atrocidad de la adolescencia -El otoño de los tristes-, y al advertirlo ahí me embarga una paradójica sensación que en este caso, lo juro, no guarda parentesco con la vanidad. Lo extraigo de su nicho de papel, lo acaricio, lo hojeo y, como un tumor infecto, en su página inicial me sorprende la evidencia de mi firma junto a la fecha de un día cualquiera de 1995 y mi propia caligrafía con la cuidada dedicatoria de tres o más renglones a nombre de un conocido de entonces que sigue siendo conocido en los ambientes literarios de la provincia, porque aún colea y acaso pasea su vejez por estas mismas baldosas. Mi alma se ruboriza, escruto a mi alrededor a otros ojeadores de libros que posan su mirada en el mostrador, deslizo el ejemplar con disimulo, lo camuflo entre hermanos suyos tan autografiados como él y huyo hacia ninguna parte, imperioso, como si acabara de ser víctima de una sutilísima traición que aún no registra acepción en los diccionarios de uso.

domingo, 3 de marzo de 2013

PASO A NIVEL CON BARRERAS

El aire helado componía figuras de expresión nórdica y hombros encogidos a esa hora del atardecer. Mi primer impulso fue desatender la sirena y seguir caminando hasta el otro lado, me sobraba tiempo, pero justo ahí se había detenido una madre con un carricoche y un niño de cuatro o cinco años al que sujetaba con la otra mano, así que calculé el mal ejemplo de mi tránsito adulto y me dispuse a otear el horizonte.
Acababan de bajar barreras, lo que significa que mediaban unos tres minutos para el progreso de la locomotora -nombre que prefiero- con su estruendo de vagones y su decimonónico estrépito de raíles. Este paso tiene un par de líneas de vía que suelo atravesar, a pie, dos, cuatro y hasta seis veces diarias, las mismas para ir que para volver. En los balcones de las inmediaciones se multiplican desde hace meses pancartas a favor del soterramiento, antiquísima demanda que nadie quiso escuchar nunca y que ahora, con la visita inminente de la Alta Velocidad, ha despertado la conciencia adormecida del vecindario.
No habría transcurrido un minuto cuando se sumó a la espera un hombrecillo que, con la edad propia de quien presume de nietos y cobra pensión del Estado, fumaba a intervalos y tosía su vicio con ese encono enquistado que se revela en los mayores. Balbuceó algo que no le entendí, y la madre, enfrente, sonrió por cortesía.
De pronto se prolongó un pitido que nos hizo mirar en la misma dirección: el tren ya se atisbaba, todavía a unos ochocientos o mil metros, cuando un joven africano con indumentaria de trabajo se aventuró con su bicicleta dejando una estela de miedo. Entonces el hombrecillo buscó algún gesto cómplice en la madre y en mí: “Si se lo lleva por delante, uno menos, que para lo que hacen en España…”, fue su escupitajo de palabras.
Ya desde el otro lado observé indignadamente, tristemente, su cuerpo tan desvalido y tan propicio en medio de las vías, y juro que hubo una fracción de eternidad en que me pudieron las ganas de reprocharle no solo esa militancia xenófoba que seguramente alentará en sus nietos, sino también su edad inútil y sus pulmones enfermos y la jubilación que, merecida o no, entre todos le ingresamos el primer día de cada mes.