martes, 5 de noviembre de 2013

DE FOTO

Estuve dando vueltas por el centro hasta encontrar espacio en la zona azul, en una calle perpendicular al río. La ciudad atardecía bajo el espectáculo de nubes de un poniente encarnado. No me decidía a echar monedas porque solo llevaba treinta céntimos y necesitaba estacionar más de una hora, hasta después de las ocho. Entonces me reclamó desde la acera de enfrente un chico sudamericano, muy agobiado porque no le arrancaba el auto, un viejo mercedes que al parecer no era suyo, sino de un amigo. A los pocos minutos lo estábamos ayudando entre el aparcacoches (un negro subsahariano) y yo mismo, mientras él se afanaba en redireccionar las ruedas para sacarlo del hueco. Ya enfilado, el guardia que vigila la zona azul vino a sumar sus energías tomando carrerilla. Logramos empujarlo entre los tres durante treinta o cuarenta metros, hasta que el motor recuperó a empellones parte de su aliento y continuó la marcha solo, desligado de nuestras manos. Cuando levanté la vista, un poco aturdido por el esfuerzo y por la escena que acababa de protagonizar, vi al hombre que nos apuntaba con su cámara desde detrás de un árbol.

1 comentario:

Juan Ballester dijo...

Son gestos y momentos en los que uno se siente humano, y feliz por serlo.