lunes, 16 de diciembre de 2013

HOMBRE SOLITARIO

Me despierto en la profundidad de la noche y en una fracción de segundo doy alcance a mi conciencia, que parecía estarme aguardando en algún recodo propicio a la magia, a medio camino entre el sueño y la vigilia. Entonces, con los ojos aún cerrados, noto que se me insinúa poco a poco la silueta de un hombre y más tarde un cuerpo de edad imprecisa y a continuación un rostro insignificante con una barba de dos o tres días. Me susurra gravemente que en todas las historias que se precien suele haber una secuencia o una página en las que, antes o después, aparece él, siquiera sea fugazmente, sentado en un banco en el parque o comiendo en un bar de carretera o mirando desde un puente mientras el protagonista o cualquier secundario ejecutan la acción que les haya sido encomendada. Me pide o me exige sin atisbo de amenaza que no me olvide de él, que necesita ese instante para justificar el anonimato de su eternidad gris, que lo defienda al menos como uno de los retales que abastecen mi alforja, ya que él mismo, el hombre solitario, me está brindando la oportunidad de vindicarlo a través de esta revelación nocturna. La presencia es tan nítida que siento el impulso primitivo de incorporarme y buscar una libreta donde anotar la idea, pero fuera de la cama debe hacer mucho frío, los miembros no responden a la llamada y ya ni siquiera estoy seguro de seguir despierto, así que dejo pasar otro par de minutos en que la conciencia se diluye y, sin más transición, reingreso en la profundidad de la noche.

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