martes, 4 de febrero de 2014

LECTURA EN EL GAYA

Toda la tarde revisando poemas viejos, poemas inéditos, poemas sorprendentes, poemas irreconocibles, poemas de otro, poemas olvidados, poemas torpes, poemas insensatos, poemas auténticos, poemas que aún me justifican. Toda la tarde tratando de seleccionar una muestra para la lectura de esta noche en el Museo Gaya. El primer verso lo dictan los dioses, escribió Robert Graves; el resto ya es cosa del poeta. A mí, uno de los primeros poemas que recuerdo haber escrito me lo puso en bandeja la casualidad, a eso de los doce o trece años, mientras miraba el vuelo de las palomas en la plaza de la iglesia de mi pueblo. Era el atardecer de un día que no sé fijar en el calendario. Sentados en un banco, tres ancianos charlaban a gritos. Luego se hizo un silencio largo, salpicado de batallas y de afanes, suspendido en ese crepúsculo apacible que poco a poco va poblando de sombras los cerros. Y de pronto se alzó una voz grave, sabia, resignada, una voz que parecía estar aguardando siglos para clavarse definitivamente en mí, en mi humilde destino de poeta. Todavía puedo escuchar aquel misterio: “Siempre haciendo esparto y siempre descalzos”, dijo. Después regresó el mismo silencio, la misma quietud. Pero esas palabras alcanzaron a mi oído como una bomba de resonancias poéticas interminables, como una ráfaga de gracia que me convulsionó con un ímpetu hasta entonces desconocido. Volví a la casa excitado aún, temblando de urgencia, poseído. Tomé un bolígrafo y garabateé las mismas palabras, y sin darme cuenta las encerré en una opaca descripción, en una especie de marco que salvaguardara lo esencial. ¡Qué extraño!, toda la tarde desempolvando versos viejos, tratando de encontrarme a mí mismo en la estela tumultuosa de mis poemas inéditos, para acabar sucumbiendo al milagro primigenio de aquel día inaugural, de aquella dulce sacudida de palabras anónimas: "Siempre haciendo esparto, y siempre descalzos"...   

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