lunes, 10 de marzo de 2014

UCRANIA

Tiempo atrás, cuando Helena había soplado tres velas y Federico acababa de nacer, su madre y yo llegamos a un acuerdo con una chica de poco más de veinte que se ofrecía como empleada de hogar, para suplir de urgencia a la ecuatoriana que desapareció de un día para otro, el mismo mes que le firmamos los papeles y se hizo con su permiso de residencia en España. Ulana procedía de una ciudad cercana a la central nuclear de Chernobyl, y había salido de su país buscando un mejor tratamiento para el hijo que le había nacido con problemas motrices muy visibles, probablemente por efecto retardado de la radiación. Meses después formalizamos los papeles de Ula y le concedieron el ansiado permiso de residencia. Echaba horas sueltas en varios domicilios, organizándose no se sabe cómo, y cuando reunió el dinero necesario regresó a Ucrania una vez y otra vez, con la inquebrantable voluntad femenina de traerse con ella al niño Oleg, salvando los rígidos controles fronterizos. Se sobrepuso a dos intentos frustrados, hasta que al fin, a la tercera, logró su objetivo, previo abono de comisiones ilegales a conductores y policías corruptos de su añorada tierra. Una navidad los invitamos a cenar en casa, a ella y al niño y también al marido -que trabajaba de albañil con un patrón que ya le adeudaba más de un año de sueldo-, y en el transcurso de la velada surgieron los típicos temas sobre nuestros países respectivos, sobre nuestros políticos, sobre la vida. Me sorprendió el orgullo patrio y visceralmente antiruso del joven Roman, que así se llamaba, con una carga de radicalismo ideológico y de odio exclusivo que por momentos coqueteaba con lo que solemos identificar con la extrema derecha (incluso admitió su simpatía por Franco); pero, viniendo de alguien que sobrevivía en España como inmigrante sin papeles y sin ningún derecho a nada, ni siquiera a reclamarle al constructor su deuda de un año de trabajo, me sorprendieron todavía más sus comentarios abiertamente xenófobos, en particular para referirse a sudamericanos y árabes. Ignoro su paradero actual, el de él y el de ella y el del niño, cómo estarán viviendo la espiral de violencia civil en su país. No hay vez que escuche o lea noticias de Ucrania que no me vuelva el recuerdo de aquella cena, de aquellas convicciones teñidas de tan paradójico odio al extranjero.

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