viernes, 7 de marzo de 2014

UN EPÍLOGO DEL AÑO 93

En el otoño de 1984 y en el otoño de 1985 escribí, respectivamente, la primera y la segunda parte de este libro. Poseído por una fuerza irrepetida y ajena que nunca entenderá el mayoritario gremio de los necios (así iletrados como reputadísimos teóricos) y con el ramalazo visible de primeras lecturas que no he querido eludir ahora (Neruda y Cernuda, Vicente Aleixandre), gocé del acto siempre agridulce de la creación y, debo añadir, ese acto me salvo (terapéuticamente, digo) de catástrofes íntimas mayores.
Nueve años después (siguiendo a Horacio) y a casi dos mil kilómetros del escenario, he retomado aquellos versos y los he templado con la parsimonia diligente de quien aprendió a observar, mejor o peor, las escasas (y definitivas) trampas del oficio, pero también con la mirada lúcida (más o menos) de quien ya no llora mientras cuenta sílabas ni se solaza en esa vasta necedad humana, la más disculpable acaso, que llamamos desconsuelo. Pésimo traductor, he privilegiado la esencia (que otros apodarán semántica), y el resto lo he trans-formado (la palabra lo dice todo) de acuerdo con mi oído de hoy, que quizá no es el de ayer ni será, por fortuna, el de mañana.
La parte final no pretende sino clausurar poéticamente lo que emocionalmente ingresó en el olvido, esa otra forma de amor que excluye el odio y la indiferencia.
Turín (Italia), 7 de marzo de 1993

Epílogo a El otoño de los tristes (El Bardo, 1995)

El suspiro de la vida... ¿Realmente han transcurrido veintiún años desde que concebí el tono osado de estas líneas, y asimismo su abundancia prescindible de paréntesis, en la cámara 404-B de aquella residencia del barrio de Mirafiori, en el extrarradio de Turín?

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