jueves, 10 de abril de 2014

UN TAL AVELLANEDA

Con el pulcro rigor del calendario -docto en ciclos contables y en eventuales efemérides-, este año se cumplen cuatrocientos desde que se editara en una imprenta de Tarragona una continuación del Quijote no escrita por el autorizado padre de la primera entrega, Miguel de Cervantes, sino por un tipo que dice ser de Tordesillas, un tal Avellaneda de quien hoy apenas sabemos que también ese apellido pudo ser impostado. Como presiento que no se harán grandes rememoraciones ni congresos en los saraos literarios al uso, he querido acordarme de este misterioso personaje y de su obra para insistir en el papel objetivamente providencial que su famoso plagio ejerció en el pulso narrativo y en la inventiva de Cervantes a partir del capítulo cincuenta y tantos de la segunda parte, al extremo de tener que reconocerle aquí su involuntario pero definitivo granito de arena en la suerte y la gloria del inmortal complutense. No negaré que es este un episodio de la historiografía literaria que desde muy temprano reclamó mi atención -tan atenta a las inescrutables líneas del azar-, sea en un breve artículo de impronta borgiana que titulé El plagio necesario, sea en “La víspera”, un cuento no menos breve incluido en La sonrisa del ahorcado que imagina el encuentro del mismo Avellaneda con un Cervantes que agoniza en su cama.  

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