domingo, 4 de mayo de 2014

MI ORGULLO ESCINDIDO

Últimamente las gallinas han empezado a comerse sus propios huevos, y mi padre ha ingeniado para evitarlo una plataforma con desnivel y una especie de fosa blanda, separada por los flecos flexibles de un viejo toldo, adonde ruedan tras ponerlos. Antes hemos estado viendo las minúsculas macetas con el centenar de matas de tomate ya altas, listas para replantarlas, y luego las del pimiento y las de la cereza, y más allá unas pocas de calabaza. Todas son humedecidas a diario con un disparador que alguna vez contuvo lavavajillas, todas están recubiertas con unas celosías de quita y pon para que no las piquen los pájaros. 
Me alejo un poco por el huerto, pensativo, pisando la aridez de la tierra y sintiendo en el rostro la crudeza del sol del sestero. En el patio, mi hijo repasa de memoria las capitales de los países africanos, de Argelia a Sudáfrica. Desde la distancia, oigo decir a mi padre: tú ya sabes más que yo. Y la sensatez de sus trece años le replica con aplomo: de algunas cosas sí, abuelo, pero de otras tú sabes mucho más. Ha sido en ese instante cuando notaba que mi orgullo se escindía en dos mitades idénticas. 

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