lunes, 19 de enero de 2015

VOLVEMOS A VER

Volvemos a ver, ahora en la intimidad del salón de casa, Midnigth in Paris, otra de las sencillas genialidades a que ya nos tiene acostumbrados Woody Allen. El recurrido viaje en el tiempo y las cenicientas campanadas de la medianoche se alían en la construcción de una historia más veraz que verosímil, impecable en la transición del artificio, de un tono intelectual moderado. Bajo los compases envolventes de la bohemia parisina de entreguerras, la cámara va recreando a pinceladas la cara más simpática (decir caricatura sería excesivo) de ese alocado matrimonio Fitzgerald, de ese Hemingway que monologa en su continua borrachera lúcida, de esa faraona del arte que debió ser Gertrude Stein, de ese Toulouse-Lautrec en su observatorio, de ese Picasso ególatra y de ese Buñuel taciturno y de ese Dalí que sueña con rinocerontes. Y de este lado, en la certeza del tiempo que vivimos, el desenlace de esa típica pareja de turistas americanos (él aprendiz de escritor, ella hija de sus papás) cuyo compromiso se gestó en algún lugar donde ya no existe el amor. Una joya discreta que, como siempre, no ciega ni encandila, pero que destila sus buenas dosis de inteligencia y de talento en todos los planos, en todas las escenas.
A quienes existimos con el anzuelo en ristre para pescar ideas y argumentos que se sometan a la ficción no puede dejar de admirarnos la exquisitez sin aspavientos y la insultante prolijidad (filma una película al año) de este necesario hijo de Manhattan.

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