martes, 24 de febrero de 2015

A LOS CUARENTA Y OCHO

A los cuarenta y ocho, Federico García Lorca ya llevaba diez bajo la tierra baldía del barranco de Víznar, víctima de las tres causas fascistas y de alguna más.
A los cuarenta y ocho, otro Federico (Hölderlin) y otro Federico (Nietzsche), ambos tedescos, ambos enfermos de helena melancolía, ya habían transcurrido un lustro y dos lustros extraviados en la tiniebla de la sinrazón, aguardando la muerte física.
A los cuarenta y ocho años de Franz Kafka el destino le arrebató siete a cuenta de la tuberculosis, y seis a los cuarenta y ocho de Cesare Pavese, ese que en la cima del éxito literario decidió que ya no podía cargar con tanta soledad y tanto desamor y tanta tristeza.
A solo dos de los cuarenta y ocho se quedaron Charles Baudelaire y Oscar Wilde, quienes acaso vieron las mismas calles y las aguas onduladas del mismo río y sufrieron el mismo desprecio en una ciudad diversa que sin embargo conservaba el mismo nombre: París.
Albert Camus acababa de cumplir dos menos de cuarenta y ocho cuando la carretera del cuatro de enero decidió que sería uno de los primeros escritores, acaso el primer autor Nobel, en dejarse la vida en un vulgar accidente de tráfico rodado.
A seis meses de coronar su año cuarenta y ocho, Fernando Pessoa abandonó la botella eternamente medio vacía y se adentró despacio por la larga rua dos Douradores para decirle adiós a Bernardo Soares y para despachar con una mueca a tres conocidos suyos: Alvaro de Campos, Ricardo Reis y el mismísimo Fernando.
A los cuarenta y ocho, Rubén Darío se concedió una prórroga de un año y veinte días, y aún llegó a tiempo de protagonizar un par de escenas de café y cementerio junto al marqués de Bradomín, cuatro años más tarde, en las entrañas imborrables de Luces de bohemia.
A los cuarenta y ocho, José Saramago no había imaginado todavía a los parias levantados del suelo ni la aventura de Sietesoles y Blimunda ni la grieta que separaría la Península Ibérica de Europa ni el evangelio de Jesucristo ni aquella historia sobre ciegos ni todo lo demás.
A los cuarenta y ocho, ni siquiera Miguel de Cervantes sabía que iba a inventar a don Quijote, o que don Quijote lo iba a inventar a él, y que juntos cabalgarían la gloria literaria por los siglos de los siglos.
A los cuarenta y ocho, unos ya terminaron, otros no han empezado.

sábado, 14 de febrero de 2015

¡AH EL AMOR!

En un día como hoy -de los enamorados, dicen-, ¿cómo no reservar unas palabras para describir el tumultuoso río de sufrimientos y desgracias que, cual necesario anverso en la moneda de la vida, fluye y se mezcla en las mismas aguas de la más prestigiada de nuestras pasiones?
Juro que no tengo vocación de aguafiestas; si acaso, es cierto, a menudo me tienta la modesta aventura que supone escudriñar bajo la superficie lisa de los lugares comunes para denunciar su indolencia de siglos, y para que, así mismo, de paso, mi pensamiento emerja de su letargo y recupere los dones de su antiguo albedrío.
Cuando se nombra al amor y la humanidad entera se arrodilla a sus pies, nadie parece acordarse de que ese mismo amor está en el origen de las mayores tragedias íntimas y cotidianas -esas tragedias que luego la literatura exprime y mitifica, y que el cine industrializa con beneficios millonarios-, las que nacen de los celos o de la infidelidad o de la ausencia o de las convenciones; o del simple amor no correspondido, que, me atrevo a inferir, estadísticamente ha de ser la versión más habitual de lo que llamamos amor. Jamás he sufrido tanto como a esa edad terrible -he escrito terrible, y terrible volvería a escribir si mil veces tuviese que calificar esa edad- en que el corazón se salía del pecho por una muchacha sucesiva cuya belleza incomparable, empero huidiza y esquiva, casi siempre estuvo demasiado alta para mí, nunca al alcance del adolescente tímido que la espiaba con un pudor ancestral y que no sabía cómo abordarla, con qué palabras; aquel que si alguna vez se permitió alguna audacia robada a una escena de película fue para arrepentirse inmediatamente de su inepcia, ya a solas, en los camerinos del ridículo.
Mis lecturas de aquella época, intensas y terapéuticas, henchidas de gratitud -el joven Werther, el viejo Aschenbach-, permanecen indelebles en la memoria del hombre que soy hoy, como si a través de ellas recobrara conciencia de mi desvalimiento, del sinvivir suicida de aquel muchacho desprovisto de brújula que se hacía el encontradizo en los callejones de la desdicha.
Y entonces, muy pronto, me crucé con la Poesía. Y la Poesía me salvó la vida, me la ha salvado varias veces. Cuando empecé este texto, en un día como hoy, no imaginé que acabaría con una confesión tan grave. ¡Ah el amor!

jueves, 12 de febrero de 2015

TRAS LA SENTENCIA

-Porque eres mi amigo, lo que más me hiere en esta hora es que vayas a morir sin merecerlo, injustamente.
Esto es lo que se dice que le dijo Apolodoro a Sócrates, al poco de conocer la sentencia que lo condenaba.
Y el sabio Sócrates, el que solo sabía que no sabía nada -feliz antonomasia de la falsa modestia-, se dice que lo confundió dejándole caer una pregunta por respuesta:
-¿Preferirías, amigo mío, que me hubieran condenado a muerte por haberlo merecido?
Esto es lo que se dice que se dijeron. Pero a mí, proclive a marear el simbolismo de la anécdota, nunca me satisfizo que aquel griego no fuera un poco más lejos en su terrible indagación:
-Amigo mío, ¿acaso te sentirías mejor si, mereciéndolo, no me hubieran condenado?

martes, 10 de febrero de 2015

LA VOLUNTAD DE AZORÍN

Lo leí y lo anoté ya sobrepasado el ecuador de la carrera, y es previsible que nuestros caminos nunca vuelvan a cruzarse; o sí, quién sabe. He aquí las citas de entonces que hoy revisito con un vago residuo de melancolía: es verdad que se han doblado los años de mi vida y que muy a menudo, como en aquel tiempo, ignoro por dónde se extravían mis voluntades más secretas.

"La eternidad no existe".
"¡estos interminables minutos de los pueblos!".
"Pero el hombre es perfectible".
"la ciencia no es nada al lado de la humildad sincera".
"la humanidad es un círculo, es una serie de catástrofes que se suceden idénticas, iguales".
"el gusto por la historia es el más aristocrático de los gustos".
"No hay cosa más abyecta que un político".
"la historia, a la larga, no es sino, de igual manera, un diestro ensamblaje de estas despreciables minucias".
"Y el recuerdo será siempre fuente de tristeza".
"ser libre es gustar de todo y renegar de todo -esa amena inconsecuencia que horroriza a la consecuente burguesía".
"Ver trabajar es siempre una cosa edificante, y ver trabajar a un carpintero es casi un idilio conmovedor".
"Decididamente, no me conozco".
"¿Por qué ha de estar la felicidad precisamente en la Acción y no en el Reposo?".
"La paradoja -ese juguete de los espíritus delicados- no ha llegado a los pueblos".
Libreta de citas, octubre 88

miércoles, 4 de febrero de 2015

LA NOVELA DE UN COETÁNEO

Estaba almacenando esa montonera de libros que desde hace tiempo mi biblioteca sabe que le son absolutamente dispensables (de poesía contemporánea, en un alto porcentaje), bien por su escasa calidad intrínseca (los más), bien por el deterioro de sus abaratadas ediciones (adquiridos en bazares de saldo, de tercera o cuarta mano), bien por tratarse de voluminosos mamotretos académicos que si ayer se dejaron querer hoy ya no gozan de mi aprecio.
De repente, mientras los cuadraba en tres cajas para llevárselos al librero que iba a tasarlos y a canjeármelos por otros, me sorprendí dudando ante una novela que no había leído y que no tenía la menor intención de leer nunca. La autorizaba un aplicadísimo prosista con el que hace lustros mantuve contacto y con el que hace lustros comparto, creo, recíproca indiferencia: él había deslizado privadamente una maldad imperdonable y yo aproveché cualquiera de sus artículos insulsos, acaso el más frívolo de todos, para airear públicamente el desencuentro definitivo.
Ignoro cómo llegó su libro a mis dominios, porque es locura pensar que yo fuese a buscarlo y tampoco resulta razonable que él viniese a obsequiármelo. El caso es que lo indulté (era el 28 de diciembre) y que, casi de inmediato, empecé a leerlo, dejándome ganar poco a poco por la historia de un profesor que se ve envuelto en una trama de escándalo por su relación, supuesta y jamás confirmada, con una alumna que lo denuncia. Las frases y los párrafos se desgranaban de manera fluida, correcta, y los hilos de la peripecia se anudaban de forma pulcra, muy lejos de la máscara que yo le conocía al autor y, en fin, por qué no admitirlo: sintiendo cómo se tambaleaban las raíces, sin duda subjetivas, de mi antigua animadversión.
En el infierno de las rivalidades literarias se abrió una grieta que no sabía cómo cerrar. Justo hasta la página 105; a partir de ahí el relato ingresa en una deriva previsible, construida a base de monólogos sin alma, en un estilo de pegote impostado que no respeta la expectativa que alienta en cada personaje; abonado al tópico en unos casos, víctima de su efectismo pretencioso en otros, derrochando un déficit de autenticidad verdaderamente genuino.
Al lector inesperado se le dibujó entonces una mueca extraña, casi cómplice, corporativa, en el filo más terrible de la más terrible de las compasiones.