jueves, 26 de marzo de 2015

LECTOR LENTO Y RELECTOR

Soy lector lento, tal vez en exceso. Desde que me decanté por el goce de los libros, me ha gustado la caricia demorada de sus páginas, el dulce paréntesis que se afinca entre un párrafo y el párrafo que lo sigue. Siempre procuro tener a mano un par de bolígrafos de distinto color y una regla para subrayar y anotar con un mínimo de pulcritud. No suelo retomar una página sin haber calculado antes el tiempo que podré dedicarle, ese que me asegure no interrumpirla sin haber llegado al final del capítulo. Es raro que lea de forma intempestiva o apresurada, en cualquier hora y lugar, con multitudes vociferantes o ruidos alrededor, y por supuesto nunca si me hallo en movimiento. Esa especie de la lectura que llaman compulsiva me ha doblegado en muy contadas ocasiones, quizá porque elijo títulos cuya intensidad se dirime del lado del lenguaje, obras que no se agotan en el discurrir más o menos anecdótico de tramas y personajes. Selecciono mucho, es cierto; tanto que la indecisión me paraliza y a menudo acabo aplazando el momento de empezar algo nuevo, como le ocurría al burro de Buridan cuando se le ofrecía comida de dos cubos equidistantes. Tampoco me seducen las novedades editoriales (solo experimenté relativa ansiedad con el primer Muñoz Molina y con el último Saramago) ni los exitosos mamotretos que copan los expositores de los grandes almacenes, esos que al año siguiente industrializa el séptimo arte. Pese a mi disposición perseverante, tengo clavada la espina de clásicos con los que definitivamente no supe conectar: La cartuja de Parma (Stendhal), Retrato del artista adolescente (Joyce), Tirano Banderas (Valle-Inclán), Mientras agonizo (Faulkner), La náusea (Sartre) y algún otro que hoy no se presta al escrutinio de mi memoria. Me hago mayor: admito que cada día que pasa soy más proclive a los placeres de la relectura.

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