sábado, 25 de abril de 2015

DOS REFERENTES A PROPÓSITO DEL LIBRO

En pocas horas, merced al dictado de la actualidad mediática, la efeméride anual del Libro pone a mi alcance dos textos -un discurso que parece un artículo, un artículo que parece un discurso- que me reconcilian felizmente con esas viejas convicciones que de vez en cuando se adormecen y vegetan largas temporadas en las regiones más recónditas del pensamiento. Se agradecen sendas ráfagas de luz (mejor decir lucidez) en este tiempo en que lo que creía más firme se tambalea y zozobra en el océano cotidiano de la mediocridad.
El primero, esperado, previsible en el fondo y en la forma, lo leyó ante las diversas autoridades de la noble causa cervantina el escritor Juan Goytisolo, que no desaprovechó la ocasión para insistir en una serie abigarrada de principios que convergen en un claro compromiso. Marcó distancias con los escritores que conciben su tarea como una carrera, con los parásitos que incurren en la vanagloria de buscar el éxito y la fama a través de la literatura, y aireó sus dudas íntimas al ser objeto de halago por la institución literaria. Se alineó contra la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy. E imaginó al hidalgo manchego acometiendo contra los corruptos de la ingeniería financiera y contra los esbirros que proceden al desalojo de los desahuciados, o socorriendo, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla, a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad. "Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote", dijo. 
El segundo es un artículo (no por obvio menos revelador) que firmaba en el periódico César Antonio Molina, bajo el título La lectura secuestrada. En él se advierte del triste panorama que supone para la cultura (para el sentido humanístico de la cultura del libro) la irrupción invasiva de las nuevas tecnologías. Habla de "colonialismo digital", del "uso fundamentalista de las aún llamadas nuevas tecnologías", de la gran falsedad que anida en la expresión "nativos digitales", de esa muerte del pensamiento y teología del ocio que ya anunciara Bataille. Con agudeza se pregunta si pueden realmente ser docentes quienes no hacen del logos, del lenguaje, el eje de su labor educadora, independientemente de su especialidad. En esta vorágine de lo nuevo que quiere triturar al libro de papel, el autor pide una tregua, un tránsito, una cooperación entre el antes y el ahora; y apela "al silencio, a la intimidad, a la concentración, a la imprescindible construcción de referencias culturales, y a la capacidad de interpretación e integración del texto, de la obra"; porque "la mente no puede ser educada en la dispersión, en el continuo ajetreo". Cita Elogio del papel, un ensayo de Roberto Casati, y hace suyo el precepto de que la escuela debe, en cierta medida, resistirse a las tecnologías distrayentes, velando por que el verdadero cambio sea el desarrollo moral e intelectual de los individuos.
Suma de ideas que yo, a mi vez, suscribo con un radicalismo creciente, numantino.

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