lunes, 22 de junio de 2015

Llevo el cursor al lateral de la pantalla, bajo poco a poco la página y ahí está Mountain View, California.
Mountain View: el nombre de un lugar que no conozco, que se me antoja remoto, que apenas podría señalar en un mapa, que ni siquiera sé pronunciar. Su grafía evoca en mí una mezcla exótica que confunde paisajes de western americano e inteminables carreteras sin una sola curva, diseñadas sobre planicies de tierra seca donde temporalmente arrasa un tornado o se precipita un huracán. Desde allí, alguien a quien no pongo rostro ni sexo ni edad ni color sigue el serpenteo de estas notas con esa especie de prudente lealtad, casi diaria, a la que uno nunca acaba de acostumbrarse.
Cuando escribimos y publicamos nos vence la oscura fe de que algún desconocido, por insospechado azar, dará con la botella y leerá el mensaje. Si el azar se convierte en hábito, si uno siente que ese preciso lector anhela la llegada de nuevos mensajes, entonces el encuentro cobra una dimensión idílica.

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