lunes, 25 de enero de 2016

Llega un tiempo en que uno empieza a preguntarse cada vez con más desapego si tal o cual empeño merece la pena, un tiempo en que casi con alivio unánime se nos va imponiendo la negación como respuesta: no, no la merece, para qué. Esta pereza y esa abulia, parientes próximos del desengaño, deben ser síntomas de la madurez definitiva, signos palpables de aquel estar de vuelta que a menudo hemos pronunciado para arrogarnos el dudoso galón de la experiencia.
Si miro atrás, me maravillo de los desvelos que ocuparon mi vida y de los planes que ejecuté o fui dejando en el camino, pues a día de hoy sería incapaz de mover por ellos uno solo de mis dedos. De hecho, lo que más me sorprende de los hombres y mujeres -sobre todo de los hombres y mujeres que me igualan o me superan en edad- es que aún se entreguen sin mayor diatriba a labores cotidianas o socio-familiares, que diseñen pequeños o medianos proyectos para que su fantasía los alimente por unas horas o por unos días, que no se paren a tasar la carestía objetiva ni la inutilidad de su esfuerzo.
Hoy, cualquier intento que suponga dar un paso más allá de la mera supervivencia ya me empieza a parecer, cuando menos, curioso.

2 comentarios:

Juan Ballester dijo...

Eso es que te has puesto a régimen después de las fiestas y estás triste. Ventílate una buena careta de cerdo o un bocadillo de sobrasada caliente con una cerveza fría y verás la desgana dónde va. Un abrazo, amigo.

Viva el Rey.

Pedro López Martínez dijo...

Un abrazo, amigo.
Y que viva el rey, el de los Hunos y el de los Hotros.
Salud!