sábado, 21 de enero de 2017

Aunque fui un pésimo alumno de matemáticas -tan insolente que todavía lo llevo a gala-, lo cierto es que me atraen las bondades del cálculo y, siempre que puedo, tiro a un lado la maquinita que no tengo y lo practico por gusto, con un bolígrafo o, mejor, de cabeza, como veía hacer a mi madre tras el mostrador de la tienda.
Hoy me desperté enredado en pensamientos ociosos, hurgando en vertiginosas estadísticas que no conducirán a nada, pero que entretienen la mañana y el gris plomizo de mi primer día con cincuenta vueltas completas alrededor del Sol, o con veinticinco años en cada pata, como se dice. Resulta que desde que nací han pasado 600 meses, unas 2.600 semanas, la friolera de 18.250 días (excuso los bisiestos, claro), el reguero aproximado de 438.000 horas de reloj, una tras otra, la impertinencia incalculable de 26.280.000 minutos.
¿Cuántas veces me habré frotado los dientes con un cepillo, cuántas habré hecho el gesto de batir un huevo para una tortilla, cuántas me habré metido bajo la ducha repitiendo los mismos movimientos, cuántas me habré bañado en el mar? ¿Con cuántas personas habré intercambiado una mirada, cuántos kilómetros habré recorrido a pie o en bicicleta o sobre cualquier vehículo motorizado, cuántos versos se me habrán deslizado, cuántos renglones? ¿Cuántos cafés, cuántas películas y libros, cuántas fotografías con mi imagen, cuántos coitos, cuántos despertares?
La pregunta -la gran pregunta- es cuántos más querrán pertenecerme a este lado del tiempo.

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