martes, 17 de enero de 2017

Dicen quienes la vivieron que algunas amistades de la mili pueden durar toda la vida. Yo no la hice -la mili-, pero mi padre transcurrió dieciséis meses de su juventud en un acuartelamiento del norte de África. Allí conoció a Marcos, un muchacho de la vecina Caravaca, y pronto se hicieron inseparables. Aunque todos sufrían carencias, las de Marcos, al parecer huérfano, eran todavía mayores, así que mi padre le iba prestando algunas monedas que al final de sus respectivos servicios a la patria sumaban una cierta cantidad.
A los pocos meses de licenciarse, el amigo vino al pueblo y buscó la casa de mis abuelos para devolver, íntegro, un dinero que mi padre, tajante, rechazó. Después Marcos se instaló en Barcelona, formó una familia y montó un negocio en el que le iba bien, y cada verano, cuando venía a visitar a sus parientes de Caravaca, llamaba a mi padre por teléfono y quedaban para comer y pasar juntos unas horas.
Hace semanas le pregunté por su amigo Marcos. Me dijo que este año no se habían visto; peor: me dijo que la última vez que se vieron el otro le confesó que estaba bastante jodido, problemas de salud, evitando pronunciar la palabra cáncer. ¿Pero tú lo has llamado, a ver qué pasa? La respuesta de mi padre, pausada, discreta, se desbordó de una serena emotividad:
-Yo no voy a llamar a ningún teléfono para que me digan que se ha muerto.

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