viernes, 27 de enero de 2017

Federico ya está en Francia, desde ayer a mediodía. El lugar se llama Bourg-en-Bresse, a medio camino entre Lyon y Los Alpes suizos; de hecho, aterrizó en el aeropuerto de Ginebra con el resto de compañeros y profesores. Será una semana, hasta el jueves, residiendo en casa de la chica cuya familia participa en este programa de intercambio entre institutos de secundaria; en marzo, creo, nos visitará ella. El curso anterior, con una excusa similar, marchó a Winchester, al sur de Inglaterra. Tampoco es la primera vez que vuela a estos países: ha pisado Londres y París (no conmigo), y hace años recorrimos con aquel megane ya desahuciado la Costa Azul, hasta Mónaco y Marsella. También conoce Roma. Y, cómo no, Madrid.
A su edad, yo no había sobrepasado los límites de mi provincia, y solo desplazarme en transporte público al pueblo más cercano, a trece kilómetros del mío, me parecía una aventura digna de algún Homero, una proeza con altos índices de adrenalina, un subidón de libertad en la boca del estómago. Admito que nunca me venció la urgencia de cambiar de sitio: mi primer viaje largo fue el que se organizó al terminar el bachillerato, a Cataluña, a un hotel de Lloret. Después, el periplo universitario me trajo venturosamente a vivir a la ciudad, a Murcia, desde donde me dejé llevar de tarde en tarde hasta Alicante, Madrid o Granada. La primera vez que salí de la Península Ibérica fue a los veintiséis, con motivo del erasmus de tres meses en Turín; y casi hasta los veintiocho no cogí el primer avión, rumbo a la isla de Tenerife.

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