domingo, 15 de enero de 2017

Salió ayer, con Helena, en el coche, el tema de la puntualidad. De sus dos mejores amigas, hay una tradicionalmente más tardona, de modo que cuando las tres quedan para salir fijan una hora, sí, pero existe el acuerdo tácito entre la otra y mi hija, a escondidas de la más tardona, de retrasar la cita con un margen determinado para presentarse las tres a la vez, o más o menos a la vez.
Parece que coincidimos Helena y yo en que cuando proponemos, por ejemplo, estar en un sitio en cinco o en quince o en veinticinco minutos no hacemos una estimación vaga, aleatoria, sino que multiplicamos mentalmente cada minuto por los sesenta segundos que contiene con un alto grado de fiabilidad, a expensas de que luego, por los imponderables, podamos oscilar un par de minutos arriba o abajo.
Yo, con frecuencia, cuando voy solo, me marco el propósito de llegar con algún retraso a un encuentro, aposta, para prevenirme de la segurísima impuntualidad de la otra parte; sin embargo, siempre me sobra tiempo, y entonces me dedico a callejear o a mirar escaparates o a acechar a quien acude tarde adonde dijimos y aún no me ve y hace amago de usar su teléfono móvil.
Puestos a elegir, Helena y yo preferimos esperar a que nos esperen: es insufrible imaginar que has dado tu palabra a alguien y que ese alguien está mirando nerviosamente su reloj y acordándose de ti, y tú no apareces.

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