jueves, 9 de febrero de 2017

Como ya va pidiendo intimidad para algunas cosas, Darío se quedó solo pero con la puerta abierta, ocultándose la cara tras una toalla, sentado como un monarca en su orinal. Estaba tan silencioso que su madre fue a ver lo que hacia y se tropezó con la ingrata primicia: jugando a darle vueltas al mecanismo, había sacado, sin romperlo, más de la mitad del papel higiénico. Yo lo recogí del suelo y me ofrecí para volverlo a enrollar más tarde, cuando tuviera tiempo, cuando se desechara el cono de cartón de otro rollo al que trasladarlo. A la mañana siguiente dediqué un rato a la tarea, lapso que me trajo a las mientes la imagen de mi abuelo Pedro -veinte años enterrado ya-, quien solía buscar, cuando le venía la gana, algún recodo del bancal, detrás de un tronco o atrincherado en una acequia o en el desnivel de un ribazo, y luego se limpiaba con el gasón que interceptara en el camino. El nuevo rollo quedó casi perfecto. Desde esa hora yo llevo pegada a la conciencia la palabra gasón: ¡cuántas vidas hará que no escuchaba ese sonido del terruño!

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