lunes, 27 de febrero de 2017

Cuando pienso en mis padres como ahora los pienso -solos en el pueblo, septuagenarios, a una hora veloz de carretera- me embarga una melancolía anticipada, un desgarro emocional que se nutre del conflicto entre la vida que elegí y las renuncias que conlleva. El miedo más antiguo de todos los que conozco es el que, de niño, urdía mi imaginación para concretar alguna tragedia familiar, algún desenlace irreversible del que era protagonista cualquiera de mis padres. Hoy todos los desenlaces están cerca, el futuro ha dejado de tener esa cualidad indescifrable y ficticia. Siento los días y las semanas de ausencia como una punzada cada vez más dolorosa y más infame. Me sé en deuda no solo con mi destino de ramas y de frutos, sino también con su tronco y sus raíces. Los extraño a los dos, aún vivos, con un fondo de tristeza que no encuentra consuelo. No quiero intuir el color de las cruces marcadas en el calendario inmediato.

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