lunes, 20 de febrero de 2017

El programa Salvados -que no suele dejarme indiferente- trataba anoche sobre el imperio de los teléfonos móviles y su impacto en la conducta del individuo. Por desgracia, todo lo que escuché resulta tan obvio y se percibe con tal dosis de complacencia o de impotencia que casi desdibuja sus peligros, los inmediatos y los otros, de alcance imprevisible. Y a los más reticentes nos convierte de paso en unos exagerados, en unos catastrofistas insufribles, en unos aguafiestas incapaces de transigir con las bondades del progreso.
En un momento dado surgió el análisis de uno de esos ancianos de aspecto y discurso venerables, Zygmunt Bauman, un pensador a quien (me avergüenza admitirlo) no conocía; por no saber, no sabía siquiera que sus palabras de anoche hubieran debido sonarme póstumas, porque falleció hace algo más de un mes, el 9 de enero. A él concierne la idea de "modernidad líquida", fórmula o concepto que, per se, ya es hallazgo poético, manantial de sugerencias. Me he enterado hoy, ahora, al rastrear su nombre y adentrarme en algunas páginas sobre su persona y obra.

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