martes, 14 de febrero de 2017

Subo antes de las ocho la persiana y muevo los cristales correderos, en la habitación del niño, para que penetre el chorro de sol y se ventile. La luz casi hiere los ojos de tan limpia, y el cielo, por encima de las últimas plantas y del horizonte, proyecta su gama de azul intenso.
Abajo, en la calle peatonal, hay dos camiones de mudanza con sus escalas preparadas, apuntando al edificio de enfrente. No sé qué piso será, no conozco a los vecinos ni tengo trato con ellos; apenas podría decir si lo son porque me los he cruzado mil veces en la calle o en el supermercado.
Pero dentro de mí se activa, solo al ver los camiones, una vaga intriga de filiación novelesca. ¿Quién o quiénes serán los que se van? ¿Cuánto tiempo llevarían entrando y saliendo de ahí, comiendo ahí, durmiendo ahí? ¿Qué razones tendrán para sacar los muebles y marcharse ahora, hoy precisamente? ¿Adónde se mudan?
Y luego, cuando ya estoy en la cocina preparando los cafés: ¿qué identidades y qué rostros y hábitos se adueñarán más pronto o más tarde de los espacios cotidianos de la casa?

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