sábado, 25 de marzo de 2017

Anoche salimos a cenar bajo la excusa de una efeméride íntima.
Como no habíamos reservado, el primer intento resultó fallido. Mientras nos cofirmaban que no era posible, identifiqué en la barra a un antiguo conocido, amigo de un amigo, que tapeaba con la que presumo que ha de ser su pareja. Él se llama José Antonio y es de Mula, estudió Derecho aquí y, curiosamente, no nos habíamos visto en lo que va de siglo, de milenio. Ignoro si él me reconoció a mí, pero yo no me decidí a saludarlo.
En el siguiente restaurante nos emplazaron varios minutos, mientras se vaciaba una mesa. Nos sentamos por fin, yo de espaldas a la pantalla donde se emitía un partido de la selección española de fútbol. De inmediato, en un extremo de la barra advertí a otro antiguo conocido que hablaba bajo y cenaba junto a la que será su esposa. Se llama Luciano y es profesor de Historia; compartimos claustro en mi primer destino, hace la friolera de veintidós cursos, precisamente en un instituto de Mula al que muchos días acudí de paquete en su coche, cuando yo no tenía ni carnet. Su mujer, si es la misma, se seguirá llamando como la refirió una sola vez y no he olvidado: Paloma. Apenas ha cambiado, sigue como entonces. Supongo que no le resultará difícil acordarse de mí, y que no le habría sido ingrato que yo me acercase, pero ni siquiera sé si me vio. Dudé, sí, pero tampoco a él me decidí a saludarlo.
Luego, al regreso, me censuré en silencio esa prudencia mía, esa pereza de los hábitos sociales. Cuántos años habrán de transcurrir para que me los vuelva a cruzar en cualquier sitio. Si me los cruzo: nunca sabremos con quiénes hemos coincidido por última vez en esta vida.

No hay comentarios: