sábado, 18 de marzo de 2017

Durante muchos años acumulé decenas de libros, en la esperanza de que la edad adulta me otorgaría las condiciones mínimas para entregarme a su lectura. Vanas esperanzas, pues los estantes que ahora controlo y los que dejé de controlar atesoran demasiados volúmenes que aún no he leído, que ya no leeré, que empecé a leer y abandoné sin claudicar del todo, que ni siquiera sé cuándo ni bajo qué excusa tuve la debilidad de adquirir. Al paso que voy, si me aplico un sencillo cálculo que optimiza las expectativas de vida, esto es, los días y las horas que razonablemente podría dedicar solo a los libros que me miran y me esperan, no es verosímil que consiga satisfacer más allá de dos o tres al mes, pongamos veinticinco al cabo del año, cien cada cuatro años, unos ochocientos de aquí al 2050, mil si llego con todas las facultades en su sitio. Y eso, claro, si no hiciese caso de los periodos imposibles, de las tentadoras y necesarias relecturas, de las imprevistas novedades que por uno u otro azar acabarán imponiendo su criterio.
En cuestiones bibliófilas -lo admito sin orgullo- siempre fui más hormiga que cigarra.

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