domingo, 12 de marzo de 2017

Fue ayer, a esa hora en que el sábado aún se resarce de los cinco días que lo preceden. Bajé al puesto ambulante y ahí estaba el hombre de siempre, encorvado ante la balsa hirviendo de aceite, sudando tras el delantal, dispensando su saludo sobrio a los que venían o se iban. Llegó mi turno y estábamos los dos solos, él dentro de su caravana y yo en la baldosa, mirándolo hacer. Por decir algo -el sol impropio de estos días se colaba casi horizontal en su negocio-, advertí que en verano tendría que cambiar de ubicación. Había sacado la rueda de churros y los había cortado con la tijera. No -sonrió él-, en verano no estoy por aquí. De pronto se detuvo con el cucurucho en la mano: había perdido la cuenta, no sabía cuántos me había echado, pero eso no importaba porque al no haber nadie más esperando pensaba ponerme la rueda entera; y sin transición admitió que él, por lo visto, no sabía hacer dos cosas a la vez. Se lo agradecí con la fórmula más cómplice que hallé: eso es lo que suelen decir de nosotros las mujeres, ¿no? Al cambiar la bolsa rebosante por los cuatro euros añadió su apostilla melancólica: ellas siempre son más listas, mucho más.
Fue ayer, a esa hora del sábado... Pero su última frase y la amargura de sus ojos al pronunciarla no acaban de abandonarme todavía.

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