domingo, 19 de marzo de 2017

Hay recuerdos que, sin serlo, nos pertenecen por derecho, referentes que se integran en nuestra memoria para que sea ella la que los elabore, en un proceso inverso.
Era yo un bebé de pocos meses cuando mi padre me llevaba en brazos, y ambos sobre la burra de mi abuelo. Regresábamos de un día transcurrido en la zona de baño que llaman Somogil, a varios kilómetros del pueblo. Justo en un repecho del camino -siempre que pasamos por ahí volvemos a concretar las circunstancias y el lugar exacto- el animal dio una espantada que nos derribó a los dos, de manera que mi padre cayó conmigo, pero hábil para hincar los codos en la tierra sin que mi cuerpo se despegara de la fortaleza del suyo. Fue un gran susto para él y no lo fue menos para mi madre, que marchaba muy cerca de nosotros, a pie.
Es improbable, por edad, que mi memoria haya registrado ese instante tantas veces repetido como anécdota familiar; sin embargo, lo evoco vívidamente, con asombrosa precisión de imágenes.

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