miércoles, 5 de abril de 2017

De pequeño, en mi pueblo no se sabía lo que era un pediatra, o al menos mi inocencia de niño no conoció a ninguno. Médicos había dos, el gratuito que lo atendía todo y a todos, y el de paga, que aceptaba visitas en una sala de su propio domicilio. Si el médico de familia así lo creía, derivaba al enfermo a una consulta específica en Murcia, la capital, para que lo vieran y trataran otros ojos y otras manos más experimentados, lo cual significaba dos horas de ida y dos de vuelta en el viejo coche de línea, más la propina de un día desperdiciado entre ruidos y distancias, comiendo la merienda en cualquier banco de cualquier parque, ninguneado por la urbe, con una indescriptible sensación de extravío.
Con el ejercicio de la paternidad he frecuentado a unos cuantos pediatras, y en verdad que los hay para todos los gustos. Unos son más alarmistas y otros interpretan los síntomas con una naturalidad pasmosa; unos escupen su diagnóstico casi con rencor y otros se demoran explicándolo con afectación pedagógica; unos se hacen con la voluntad del paciente desde que entra por la puerta y otros lo auscultan con remilgos y lo trastean temerariamente, como si fuera un trapo o un robot.
Hoy me he topado a un pediatra que, pese a rozar la edad de jubilación, aún no conocía, un hombre a quien no sé dar nombre y que se define en la medianía de cualquier extremo, sobrio y amable en la medida justa, discreto, dibujado en unos rasgos que no sabría recordar.

No hay comentarios: