miércoles, 19 de abril de 2017

Día sin molla, con todo el tiempo para no hallarlo, para echarlo de menos antes de que se borre, para quejarnos de su promesa incumplida y de su fórmula naturalmente efímera, huidiza, frágil.
Tocaba dedicar la tarde al coche, perderla en él, y así ha sido. Primero la tantas veces postergada reposición de aceite y filtros; después, la visita por ley a una de esas superficies de inspección técnica donde se somete a control y examen, previo pago de las tasas oficiales. En total, más de cuatro horas pendiente de la desgana de los sucesivos operarios, aburrido de observarlos yendo y volviendo en el trasiego exasperante de sus vidas, tan cansinos y tan tristes, tan agrios.
Pocos lugares (para mí) más inhóspitos que un taller mecánico de vehículos a motor. Por aquí la mugre y el hollín, las manchas residuales, esa amalgama sucia de polvo y lubricante; por allá la propia estética, el paisaje de acero y hojalata, la sordidez pesada de las herramientas, la insufrible metalurgia de las piezas y las cosas, los ruidos y olores, un gato que cruza con un ratón en la boca.
Ya en casa, enemistado conmigo mismo, me propongo relajarme (es un decir) mientras miro en la pantalla silenciada del televisor cómo agoniza otro partido de fútbol.

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