lunes, 3 de abril de 2017

El primer verano apareció un gato que se dejaba querer y lo bautizamos Rubén, para que fuese inseparable de Darío; el siguiente ya merodeaba un rival al que le pusimos Gustavo, para que se prolongara la estela de poetas ilustres. Rufino estuvo en su mano unos minutos, pero desde entonces todos los caracoles que nos salen al encuentro llevan el mismo nombre. También se presentaron los perritos Toby y Nico, uno marrón y el otro blanco, cuya mamá, invariablemente, solo puede ser Helena.
Poco a poco fueron llegando las reproducciones de plástico: los inseparables Ramón, el elefante, y Manolo, el león; las dos cebras idénticas que la intuición llamó Rosana y Felipa; el mamut Carlos, que extraditó Federico de su intercambio francés; la jirafa Rafa; el dinosaurio Florentino. Hay un rinoceronte y un hipopótamo que permanecen aún sin etiquetar, en su limbo de juguete.
A la mona Saltarina del cuento de papel y al cocodrilo Drilo de la pandilla de moda, ya con sus respectivas nominaciones de origen, hubo que añadir el ejército de peluches: la vaca Lola (que tiene cabeza y tiene cola), el elefante Pepe (insólita asignación del propio Darío) y un largo etcétera que todavía no ha merecido el preceptivo baño del Jordán.
Mientras haya quien nos nombre, sabremos que existimos.

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