viernes, 21 de abril de 2017

Viaje de unas horas a la casa de los padres, hoy. No me imagino cómo será no haber nacido en un pueblo y haber huido de él, no conservar la referencia de un espacio mítico rural que contenga la memoria de los años y al que poder regresar de vez en cuando.
Recién llego, ellos sacan del horno su bizcocho artesano rectangular, de casi medio metro; yo, según habíamos previsto, les amaso la base para la pizza (aceite, cerveza y harina con unos granos de sal) y dispongo los ingredientes que sé que les gustan. Hemos hablado y hemos comido. Antes, en el huerto, le hice dos fotografías a mi padre, discreto y orgulloso, emergiendo de su pequeña plantación de habas, como un expedicionario entre matas tan altas como él. Luego he ido a las estanterías y, por enésima, he recolocado los libros buscando otro modo, un criterio definitivo y unánime que sin embargo nunca acaba de satisfacerme. Al caer la tarde deposito en el maletero las habas, una gran bolsa de naranjas, un manojo de ajos tiernos, un pedazo de aquel bizcocho que tanto echaré de menos cuando ellos falten.
Mi padre me despide desde la puerta, con un gesto de la mano. Mi madre se fue a caminar con una vecina.

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