miércoles, 17 de mayo de 2017

Hace una eternidad, en un antro sublimado por el alcohol y la inteligencia, mi amigo Kosta me reveló el argumento de una novela o quizá de una obra de teatro que tenía en la cabeza: los personajes eran albañiles que trabajaban en la construcción de un interminable muro que rodeaba la ciudad, pero ni ellos ni el propio autor conocían aún el porqué de ese muro, y acaso nunca lo supieran, eso no era lo que importaba.
Legendario es el recuerdo de la gran muralla china, cuyos vestigios sorprenden a los turistas. Hace unos meses, el presidente de los Estados Unidos de América amenazaba patéticamente, inverosímilmente, con el levantamiento de un enorme muro fronterizo que separaría su gran país de hierro (según verso de Rubén Darío) del vecino pobre del sur. Berlín ya tuvo el suyo -su muro y su vergüenza, digo-, y su derribo por la presión social se convirtió en símbolo histórico de la tolerancia y de la convivencia en libertad.
Ahora, en mi ciudad -la casa donde vivo a un lado y el centro donde trabajo al otro-, ruidosas máquinas y operarios anónimos se afanan en erigir una tapia de varios metros de hormigón infranqueable que cortará al tráfico toda una calle, una tapia de varios metros de hormigón que relegará a su ostracismo a todo un barrio, bajo la excusa poderosa de que un tren velocísimo circule por sus vías, en superficie.

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