lunes, 12 de junio de 2017

Desde muy joven me percaté del desajuste, de los ritmos cambiados entre la energía que a mí me mueve y la velocidad del mundo. Cuanto más envejezco, más me doy cuenta de que todo a mi alrededor sucede con una aceleración y un vértigo a los que ni mi ánimo ni mi diligencia se saben adherir, cada vez menos. La lentitud y el silencio y el apartamiento me atraen desde aquellos años en que el adolescente que fui ya vislumbraba el desfase, la ineptitud esencial para el triunfo, la imposibilidad de adaptarme a un medio que se aleja, de fundirme en él. Me veo como un corredor de maratón que no para de avanzar y que no renuncia a la meta, pero que con cada paso se va quedando más y más rezagado, y apenas adivina por delante al grueso de competidores. Me abruma esta inercia inexorable, esta acucia de futuro que poco a poco nos devora.

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