viernes, 2 de junio de 2017

Por fin, ayer, le devolví el mecanuscrito de su novela a un amigo. Había transcurrido casi un año desde que me lo cedió -casi quinientas páginas apretadísimas- y ya empezaba a sentir cierto apuro por mi poca diligencia, por no haber sabido estar al nivel de su confianza. No exagero si digo que este ha sido quizá el periodo más inoportuno de mi vida para entregarme a examinar un borrador de tales proporciones, de tamaña exigencia: soy incapaz de gestionar mi tiempo, si es que aún puedo llamarlo mío, y aquellas laboriosidad y energía de las que uno presumía son hoy rehenes de la decepción y del desánimo. En los márgenes del mecanuscrito anoté muchas cosas y al amigo le anticipé, de viva voz, unas cuantas; mas siempre con la sensación de que todo juicio estético bracea contra la fuerza de la subjetividad, de que toda apreciación crítica se torna etérea al confrontarla, sin sustancia real, como si habláramos de humo. Cuando lo vi marchar con la novela fue como desprenderme de una carga que regresaba a los desvelos de su dueño. ¿Qué será de esa historia y de la fe puesta en ella? Nadie lo sabe. Por lo demás, este amigo al que estimo y respeto es de los pocos que aún me quedan en la literatura.

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