sábado, 22 de julio de 2017

Bajando hacia la playa más próxima, casi al final del paseo que discurre paralelo a la arena, hay una propiedad perfectamente ubicada y bordeado de cañizo y palmeras, visible pero inaccesible, con un palacete de dos plantas, antiguo pero bien cuidado, y, en los espacios exteriores, toda suerte de bendiciones para el recreo y el descanso. Al atardecer se puede observar a varios miembros de la amplia familia dando la espalda al mar, sentados en sus ampulosos sillones de mimbre, mirando la pantalla de muchas pulgadas de un televisor instalado en el porche, que emite el mismo programa de frivolidades y cotilleos que también verán en invierno, en su piso de doscientos metros del centro de Madrid. Si ayer pensé en el mito de la caverna de Platón, hoy me digo que la vulgaridad no es menos exclusiva que la elegancia o el talento.

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