jueves, 13 de julio de 2017

El día menos pensado surge de una zona recóndita de mi cerebro el argumento imprescindible de una novela imprescincible que no sé si escribiré, pero sí sé que, de escribirla, revolucionaría el universo de la fábula con una cala intemporal en el destiempo absoluto de la ciencia-ficción o en los intersticios relativos de la ficción histórica, con toda la carga alegórico-simbólica que una obra necesita para tocar la gloria. Fue la semana pasada, hace diez o doce días, y vi claro el detonante, su originalidad limpia, la anécdota que desencadena toda una trama de proporciones cósmicas.
Me ocurrió algo similar en el otoño de 2001 (sé que era 2001 porque mi hijo mayor contaba meses y esa misma tarde lo llevamos a una cita pediátrica, relacionada con su alergia). A la hora de la siesta nos aventuramos unos kilómetros para avistar el milagro de la nieve recién caída en los montes próximos. En un camino angosto un coche que parece que viene, y el mío que parece que va, y ahí, en ese instante lúcido, se me reveló la entraña de una fábula en la que todavía creo, el magma de una idea que presumí sublime (digna de un Kafka o de un Saramago) y que acaso solo se quede en eso, pero que me arrebató como una arcilla informe en la que intuimos la plenitud de una figura.
Son dos novelas que temo empezar siquiera, por si se diluye su magia mientras las escribo. En ambas me vence el pánico a malograr, como otras veces, lo que aún es la perfección de un proyecto. O será también que las retrasa mi pereza.

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