sábado, 1 de julio de 2017

En ocasiones pruebo a salirme de mí para observarme como si fuera un extraño. No es lo mismo que mirarse en el espejo del ascensor o en la cristalera de un comercio, con más o menos complacencia o desdén, sino asumir el desdoble tan completamente que yo dejo de ser mi cuerpo para ocupar el cuerpo del otro: el del inmigrante que hay sentado en ese banco y que acaso posa en mí su mirada, al pasar; el de la cajera del supermercado que no se atreve a levantar demasiado la persiana de sus ojos cuando me devuelve el cambio; el del músico callejero que me habrá visto acercarme y avanzar y perderme por esa acera decenas de veces, enredado en la madeja de mis pensamientos. Me esfuerzo en imaginarme qué queda de mí en ellos, en cada uno, cómo perciben ellos mis facciones y mi aspecto, el descuido aparente de mi atuendo, la presencia discreta de mis rasgos, la forma de caminar o de disimular mi atención por algo, esos gestos que uno repite sabiendo que los repite, como si actuara para sí mismo, como si el espectador de mi vida fuera siempre el otro, o yo mismo en cada uno de esos otros que registran mi existencia en su retina. ¿Quién soy yo para ellos, qué minucia o azar les hablará de mí?

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