martes, 11 de julio de 2017

La vaca venía trotando, tan asustada como yo. El callejón, de bote en bote. No me apetecía correr, así que en tres zancadas salté a la reja. El animal aminoró la marcha, se detuvo con un cabeceo indescifrable y me miró. Al principio lo cité con el pie suelto; después me quedé inmóvil, esperando a que se fuera. A la media hora me daba de lleno el sol de julio y sudaba como un pollo de granja. A la hora tenía el cuerpo molido por el esfuerzo de la parálisis. A las dos horas alguien tuvo la humanísima idea de ponerle agua en un cubo; no a mí, que me moría de sed. A las tres horas sufría ampollas hasta en el alma, pero no me atrevía a soltar las manos. A las cuatro horas casi todo el mundo se había ido a dormir la siesta; solo quedaba un grupo de parroquianos, apoyados en el ventanuco de un bar y más pendientes de sus cervezas que de la vaca. A las cinco horas regresó la sombra y casi me sentí aliviado. A las seis horas vino un cámara de la televisión local y estuvo grabándonos, mientras su colega informaba con una sonrisa de la exclusiva del hombre subido en la reja. A las siete horas se largaron los de la tele, se abrió la ventana tras la reja y una chica que se definió reportera me solicitó una entrevista. Tras ocho horas y cuarenta y cinco minutos, dos taurinófilos experimentados cogieron la vaca por donde hay que cogerla mientras otros dos de Protección Civil separaron de la reja mis miembros agarrotados. El médico de guardia me ha dicho que viviré para contarlo.

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